Cuentos de amor, de locura y de muerte; Horacio Quiroga, 1917; Adobe Editores S.A., 2000; Biblioteca Latinoamericana Contemporánea, libro 5; Uruguay.
Al abrir la caja de libros que me traje de Lima mi sorpresa fue grande al ver este libro entre los míos. No recuerdo haberme hecho de él, sin embargo, ahí estaba, entre los otros que poco a poco fui adquiriendo. Debe pertenecerle a algún amigo de los muchos que pasaron por mi casa; sospecho que es tuyo Elier, o de Karina; aunque quizá sea de Ángel, o de la morena Ma’ Eugenia, o de Jennifer, la última y actual habitante de ese lar, mío, y de todos a la vez. Aunque sé de aquella regla tácita de que un buen libro nunca se devuelve, igual, lo llevo de vuelta cuando retornemos al barrio. Esta obra supera la frontera del “buen libro”; es definitivamente “grandioso”.
Razón tenía Ribeyro en “La caza sutil” de que en un libro prestado o de biblioteca jamás podrás hacer esos apuntes marginales, que haces libremente en los que te pertenecen.
Los quince cuentos que aquí encontrarás son de gran categoría; es vivir una intensa experiencia, que va desde conocer la pasión de Nébel por Lidia, segmentada en las cuatro estaciones del año en “Una estación de amor”, para continuar con la fuerte y cruda historia de “El solitario”, donde el amor se transforma, quizá desaparezca, instalándose en su lugar otro sentimiento totalmente opuesto. Al terminar de leer estos dos primeros cuentos que abren el libro, necesitarás un respiro; tendrás la seguridad de que lo que estás por encontrar más adelante no te va a defraudar en lo absoluto. Aunque, particularmente, en “La muerte de Isolda” no encontré la grandeza de sus antecesores; pero igual, agárrate, porque en “La gallina degollada” sentirás nuevamente esa felicidad en el alma, obtenida tan sólo después de saber que estás ante la obra de un maestro, haber descubierto no sólo tres excelentes relatos sino a un gran autor, si es que no lo conocías hasta este momento, como fue mi caso. La intriga se instalará con “Los buques suicidantes” y con “El almohadón de plumas”. En “A la deriva” la muerte llega en el momento más inesperado, y cuando el hombre cree estar mejor, es porque tan sólo es el inicio del fin. En “La insolación”, Quiroga le da voz y decisión a los perros Old y Milk quienes presenciarán a la muerte rondar a su amo, intentando alejarla y confundirla con sus ladridos y aullidos. Igualmente, en el excelente cuento “El alambre de púa”, un caballo alazán y otro malacara tendrán ese don también, y verán cómo el chacarero, harto de los continuos abusos del ganado –sobre todo del bravo e imponente toro Barigüí- de su vecino, se las ingeniará para poner un alto definitivo a ese abuso. En “Los mensú”, estarás ante las desventuras de Cayetano Maidana y Esteban Podeley, dos peones “mensualistas” –de esa modalidad de pago viene el término de esa región entre Paraguay y Argentina- que Quiroga describe con la exactitud de quien conoció el arduo trabajo de esas personas, y la ingratitud y casi nula preocupación por sus vidas. Uno de ellos encontrará en la muerte su libertad, el otro, en su intento de escape caerá en un círculo, comenzando todo de nuevo. En el gran relato “Yaguaí”, Cooper, el dueño de Yaguaí, vivirá una tragedia, al no reconocer las nuevas costumbres de su perro, tras las enseñanzas de Fragoso, un peón suyo. La ironía está presente en “Los pescadores de vigas”. En “La miel silvestre” nuevamente Quiroga hace gala de esa maestría de los relatos iniciales. Si esa miel existiese, habría más interesados en ejercer la apicultura. El cuento con que cierra esta obra, “La meningitis y su sombra” es el más extenso; aquí el ingeniero Durán nos narrará la historia de cómo María Elvira lo amaba antes de conocerlo.
Si al pensar en literatura uruguaya los nombres de Onetti y Benedetti vienen ipso facto a tu mente, el de Quiroga debe estar también en ese recuerdo.
No serás el mismo después de leer la obra de Horacio Quiroga.
El solitario.
Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no
tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo
su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como
las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad
comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años
proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba
negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de
origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto
enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus
vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil--artista
aún,--carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo
cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de
codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para
arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al
transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos
trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María
deseaba una joya--¡y con cuánta pasión deseaba ella!--trabajaba de
noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus
chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las
tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del
engarce. Pero cuando la joya estaba concluida--debía partir, no era
para ella,--caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se
probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por
ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y
la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.
--Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti,--decía él al fin,
tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en
su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a
consolarla. ¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim
prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer
se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda
tranquilidad.
--¡Y eres un hombre, tú!--murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
--No eres feliz conmigo, María--expresaba al rato.
--¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz
contigo? ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo!--concluía con
risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer
tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los
labios apretados.
--Sí... ¡No es una diadema sorprendente!... ¿Cuándo la hiciste?
--Desde el martes--mirábala él con descolorida ternura--dormías de
noche...
--¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba.
Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y
apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un
ataque de sollozos.
--¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para
halagar a su mujer! Y tú... y tú... ni un miserable vestido que
ponerme, tengo!
Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede
llegar a decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo
menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus
joyas, Kassim notó la falta de un prendedor--cinco mil pesos en dos
solitarios.--Buscó en sus cajones de nuevo.
--¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
--Sí, lo he visto.
--¿Dónde está?--se volvió extrañado.
--¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el
prendedor puesto.
--Te queda muy bien--dijo Kassim al rato.--Guardémoslo.
María se rió.
--¡Oh, no! es mío.
--¿Broma?...
--¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser
mío!... Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
--Haces mal... podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
--¡Oh!--cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la
puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó
y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba
sentada en la cama.
--¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
--No mires así... Has sido imprudente, nada más.
--¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide
un poco de halago, y quiere... me llamas ladrona a mí! ¡Infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más
admirable que hubiera pasado por sus manos.
--Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre
el solitario.
--Una agua admirable...--prosiguió él--costará nueve o diez mil pesos.
--¡Un anillo!--murmuró María al fin.
--No, es de hombre... Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer.
Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante
ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
--Si quieres hacerlo después...--se atrevió Kassim.--Es un trabajo
urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
--¡María, te pueden ver!
--¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo
la mirada a su mujer.
--Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
--No--repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos
le temblaban hasta dar lástima.
Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en
plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían
de las órbitas.
--¡Dame el brillante!--clamó.--¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
--María...--tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
--¡Ah!--rugió su mujer enloquecida.--¡Tú eres el ladrón, miserable!
¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba a
desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca,
¿eh? ¡Ah!--y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando
Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de
un botín.
--¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío,
Kassim miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
--Estás enferma, María. Después hablaremos... acuéstate.
--¡Mi brillante!
--Bueno, veremos si es posible... acuéstate.
--¡Dámelo!
La bola montó de nuevo a la garganta.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una
seguridad matemática, faltaban pocas horas ya.
María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con
ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
--Es mentira, Kassim-- le dijo.
--¡Oh!--repuso Kassim sonriendo--. No es nada.
--¡Te juro que es mentira!--insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.
--¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.
Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las
manos, lo siguió con la vista.
--Y no me dice más que eso...--murmuró. Y con una honda náusea por
aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido
continuaba trabajando. Una hora después, éste oyó un alarido.
--¡Dámelo!
--Sí, es para ti; falta poco, María--repuso presuroso, levantándose.
Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante
resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fué
al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la
blancura helada de su camisón y de la sábana.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi
descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el
camisón desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura
inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno
desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler
entero en el corazón de su mujer.
Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de
párpados. Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un
instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el
solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces
retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.