En Occidente, Yasujirô Ozu es considerado el director "más japonés" de todos. Es curioso que, por oposición a su particular estilo cinematográfico, las experiencias de sus personajes, sus emociones y sus pensamientos, su obra maestra sea tan Universal como cualquier otra película.
Una cámara prácticamente inmóvil, estática, situada a medio metro del suelo como si se estuviera sentado en un tatami, define el interés por la vida y los pequeños problemas de las familias. Una película de carácter suave, melancólica, en la que la estructura de la trama está construida con la misma precisión de la escena, en un tono sumamente íntimo donde Ozu invita al espectador como si fuese un amigo.
Los diálogos tipifican el tono asentimal de resignada aceptación, una tragedia silenciada con el trasfondo de posguerra y los fantasmas que permanecen. Una lamentación de los años pasados, la exigencias de la tradición, la desgarradora confesión, la soledad y esa liberación ancestral de la misma. La repetición de escenas resalta la monotonía de la vida cotidiana. "El modernismo de la vida diaria", como dirían algunos.
Incluso en las secuencias ambientales de Tokio, el filme no abandona su carácter tranquilo e íntimo. La cámara busca el sosiego, la tranquilidad y concede el tiempo necesario para ello. El conflicto entre los jóvenes y los ancianos se manifiesta constantemente a través de la mirada de una clase media moderna donde sus mayores ya no tienen cabida. También deja hueco para la esperanza en la personificación que logra aunar el respeto por la familia con la independencia profesional.
La película de Ozu es maravillosamente comedida, engañosamente sencilla. Todo radica en la cualidad contemplativa de su mirada, que viene a decir que toda actividad humana merece nuestra atención. Un lenguaje cinematográfico anticuado, que pese a ello sigue cautivando y fascinando. Una joya del séptimo arte.