Cuentos para vivir – La barca

Por Sergio_sosa @sergio_sosa

Tomamos prestado este cuento publicado por Julio César Labaké en su libro "Cuentos para vivir" (1990, Editorial Bonum. ISBN: 950-507-763-7).

La barca

Un abrazo tenaz como los ardores juveniles los unió sobre la reducida superficie de la barca.

Un sueño sin fronteras y dos remos, tan sólo.

Y los brazos nuevos y vigorosos del hombre fueron llevando la embarcación fuera del muelle, hasta que las aguas dejaron de mecerse con cadencia de niñas y los envolvieron las dimensiones sin señales.

Mar adentro. Rumbo al puerto donde habitaba la esperanza.

Remó él mientras sus músculos respondieron al imperio de su orgullo de varón. Después ella hasta que sintió que la voluntad no era suficiente para domeñar las olas que habían comenzado su danza pasional.

Muchas veces remaron. Muchas jornadas sedantes y muchas jornadas excitantes y agobiadoras.

Muchas lunas contemplaron los vaivenes de la barca desafiando la mar.

Y fue recién después de todas ellas cuando los dos pudieron reconocer que padecían de un insoportable mal. Ella su brazo derecho. Él en su brazo izquierdo. Y que ninguno podía continuar remando.

Y comenzaron los reproches y las acusaciones, más agrias a medida que la monotonía del paisaje infinito y el cansancio y los dolores se hicieron más exasperantes.

Ambos se acusaron mutuamente con la pulcritud con que suelen hacerlo quienes conocen recíprocamente sus debilidades más ocultas.

De labios de ella salieron filosas incriminaciones de cobardía y comodidad. De ceguera que no quiso reconocer los síntomas del mal que la aquejaba.

Y él no escatimó durezas ni frialdades para hacerla sentirse culpable de lo sucedido con su brazo izquierdo, que si hubiese reposado a tiempo no habría llegado a anularse como estaba.

Y los gritos ya eran un ruido más en el silencio bravío de las aguas profundas. Y el llanto. Y los músculos rígidos de despecho y de odio.

Hasta que la barca comenzó a girar a la deriva. A merced de las aguas. Y de los vientos que anunciaban el fragor de un combate ciclópeo.

Y a la luz fulgurante y fugaz de un relámpago pudieron verse los rostros agobiados de soledad y de angustia. Lo suficiente como para que ambos sintieran despertarse en sus cuerpos el vigor de un anhelo de vida y una necesidad inefable de salvar a ese ser que agonizaba a su lado. Los dos.

Fieles al mandato más profundo que habita el corazón humano.

Y como antes habían tomado conciencia de su mal, tomaron ahora conciencia de que si tenían un brazo enfermo e inutilizado, disponían del otro.

Si ella no podía remar con el derecho, podía hacerlo él. Y si él no podía empuñar con la izquierda lo haría ella.

Sería necesario y suficiente que se acomodaran juntos en el puesto de remos y remaran juntos y acompasadamente. Que respondieran como los dos brazos de un solo y mismo cuerpo.

Cesaron los reclamos y se enterneció la dureza absurda de los odios. Y una voz hecha beso los reconcilió en el proyecto de vivir.

¡A remar!

¡Juntos!

¡Ahora! ¡Vamos!

¡Ahora!... ¡Ahora!... ¡Ahora!... ¡Ahora!...

Un amanecer de soles encendidos los vio llegar al puerto. Todavía sus fuerzas empujaban la barca con la cadencia silenciosa que ya no necesitaba de voces de mando.

Los remos obedecían a una sola alma que los conducía con la seguridad armoniosa de una sola carne...

Cuenta la gente del País donde habitaron, que sus rostros se habían hecho tan semejantes como sus almas.

Que sus miradas se habían hecho tan capaces de descubrir al otro, al otro que era tan hondo y necesitado de salvación como ellos mismos, que ya no necesitaban buscarse con los ojos para saber dónde estaban.

El anciano que relataba esta historia recordaba todavía la mirada de aquella mujer en quien había descubierto, a la luz fulgurante y fugaz de un relámpago, el llamado más hondo y poderoso de la vida.

El del otro.

El que nos llama desde su soledad y su pobreza.

¿Cuál es la moraleja de esta historia?