Cuerpo a cuerpo (Paulino Viota, 1982)

Publicado el 25 noviembre 2013 por Ventura

Las consecuencias del amor

Oí hablar de Paulino Viota relativamente tarde, cuando los tres largometrajes que componen su filmografía comenzaron a circular por la red como objetos preciados a pesar de la mala calidad de las copias, ripeadas directamente de VHS. Creo que parte de la culpa la tuvo Augusto M. Torres, cuando se le ocurrió rescatar del olvido al director cántabro incluyéndole en su libro Directores españoles malditos. Porque, como sabemos, todo lo que aparezca de forma legendaria, envuelto por un halo de invisibilidad, rareza o malditismo se convierte al instante en un fetiche referencial para la comunidad cinéfila aunque, por lo general, cada novedad termine convirtiéndose en una decepción proporcional al grado de entusiasmo con que se recibe. Por esa razón me aproximé a Cuerpo a Cuerpo (al ser la primera que logré descargar) temiendo encontrarme con una desilusión no muy diferente a la que había experimentado con otros cineastas españoles “imprescindibles”. Me equivocaba. Enseguida me topé con la misma madurez que había encontrado en otros cineastas españoles tan diferentes como Edgar Neville, Ángel García del Val, Julio Salvador, y un poco después en Albert Serra o Jo Sol. Una madurez que entiendo para los cineastas españoles como una actitud capaz de negociar con esos dos estigmas que siguen asolando a todo el cine producido en España: o bien el impulso de intentar representar la realidad social ajustándola a una posición política muy determinada. O bien aprovechar ese acontecimiento que no cesa de reproducirse entre imágenes después de haber sido trasmitido de generación en generación, involuntariamente, desde el final de la guerra civil hasta día de hoy. Es decir, un desgarro tan presente como rentable.

Pero situémonos en 1982, justo al final de la Transición, si asumimos que esta llegó cuando UCD abandonó el gobierno dando relevo al PSOE. En un tiempo que ofrecía un horizonte luminoso y esperanzador, pero que al mismo requería la reformulación y modernización de unos cuantos puntos de vista. Entre ellos del amor, los asuntos de pareja y su representación. Viota había tomado ventaja con respecto a otros cineastas perdidos en laberintos de pasiones, volver a empezar o en la búsqueda de un sur imaginario, porque su cine disponía de plena conciencia de que el futuro era aquello que tenía que haber sucedido ya, y que por lo tanto, la tarea que se le exigía pasaba por hacerse cargo de algo irreparable; de una irreconciliación estructural situada más allá del tema y la realidad tomada como sustrato. Hablamos de un combate entre la forma y el contenido producida años antes en el seno de las cinematografías europeas durante la modernidad, dejando al descubierto, y como daño colateral, un vacío en el que se fundaba el nuevo sentido de las imágenes, equiparable a aquel que une y separa al mismo tiempo a una pareja, donde se fragua un combate cuerpo a cuerpo sostenido por el amor en su forma más pura: la que pretende solamente poseer al “otro” y eliminar a cualquier enemigo.

 

Carlos ha muerto y Mercedes, su mujer, se queda sola. Su amigo Faustino acude al entierro y de camino se cruza fortuitamente con su prima Pilar. Esta nos presenta a Ana, que al final del metraje volverá a encontrarse con Iñaki. Explicado de esta manera da la impresión de que nos encontramos ante una de tantas películas cuyo diseño narrativo bascula sobre una serie de historias cruzadas. Pero nos equivocamos; estamos ante el choque, la colisión de generaciones muy diferentes, cada una con sus vivencias. Frente a un amplio catálogo de miedos, impotencias, inseguridades y derivas existenciales combatiendo entre dos espacios diluidos en el tiempo: Santander en verano. Madrid en invierno. ¿Cuánto ha pasado entre cada serie de encuentros insatisfechos en los que se mueve la película? Poco importa, lo realmente interesante es el vagabundeo de los cuerpos atendiendo sus vaivenes emocionales, revelando el déficit emocional que los agita internamente. Algunos de esos personajes pueden mantener la relación deseada aunque rehúsan todo tipo de ataduras. Otros son, han sido y serán unos completos castrados emocionales aunque vivan en total libertad. Y, además, daría lo mismo que desfilaran otros 150 personajes por la escena “mostrando” su caso: el encuentro, la compresión, seguiría resultando imposible. Ese “vacío” siempre se presentaría como un resto extraño, y cada tentativa de abrazarlo a partir de cierta “política del amor” se materializaría en un nuevo fracaso. Como alguien dejó escrito: el amor no colma el vacío; lo realiza, le da un cuerpo. Precisamente para que pueda establecerse ese combate cuerpo a cuerpo.

 

El estudio y negociación con ese “espacio indeterminado” puesto al descubierto y devenido en nuevo contexto, pasaba por inventar nuevas formas de representación que debían asumir su impotencia para volver a adecuarse a lo real representado. Desde Contactos (1970), Viota lo tuvo bastante claro: La forma tiene que estar desajustada del contenido, porque ese vacío solo puede ser acotado por una materia que se enfrente a él. En su opera prima, dividió el metraje en 33 largos planos secuencia que conseguían revelar la impotencia fílmica para captar sincrónicamente todo lo ocurrido en cada uno de los lugares donde se producían esos contactos a los que hace referencia el título del film. Un gesto que continúa entendiéndose como extremadamente radical, pero que quizás no lo sea tanto porque, en su fondo, no dejaba de enfrentarse al cine con herramientas puramente cinematográficas. Cuerpo a Cuerpo estira y depura la idea revolviéndose ante el propio cine partiendo de una idea teatral: los actores antes de pasar a la acción tuvieron que “escribir” el guión improvisándolo. Como reconoce el propio Viota en la entrevista que acompaña el excelente dossier que El viejo topo dedicó a su figura, “en Cuerpo a cuerpo decidí hacer un experimento: trabajar como a veces se hace en el teatro, a partir de improvisaciones con los actores, pero en este caso sin un guión previo, de modo que la improvisación creara los personajes, el guión, todo. Las improvisaciones se grababan en audio y al final transcribimos todo el material, unos 500 folios, que luego convertí en un guión de 50, montando las partes que me parecía que combinaban mejor”.

Pese a todo, el amor retorna siempre como una potencia vedada para recordar lo inaprensible que toma como objeto. Como la aparición, casi al final del metraje, de las imágenes en blanco y negro de Fin de un invierno, mediometraje rodado en 1968 por el propio Viota, en las que Carlos y Mercedes se declaran su amor siendo jóvenes. Susurros fantasmales multiplicados de ficción en ficción gracias a la extraña paradoja del dispositivo que la soporta: es capaz de mostrar las consecuencias de la dolorosa indiferencia gestada en la frágil deuda heredada en cada una de las variaciones sobre las que pivota cada encuentro, sin que “nada” haya tenido lugar.

Dossier Paulino Viota en ‘Contrapicado‘: Las dos vidas de Paulino Viota.

Ricardo Adalia Martín.