Ayer fue mi cumpleaños. Llegado a esta edad, los 37 años, tengo mis dudas sobre eso de que a partir de ahora todo va a ser cuesta abajo. Es verdad que los ojos me empiezan a picar a determinada hora de la noche, que ya no tolero las juergas hasta el amanecer y que detesto hacer una cola de dos días para comprar el último disco de Cohona de los Weber. También me la pela el festival de Benicassim y en general cualquier festival. No es que la vejez me haya transformado en un sociópata inculto, sino que me siento incapaz de sufrir por gusto. Bastante tengo con lo mío de a diario. De hecho, si no fuera porque hay que escribir una novela, plantar un pino y tener un chiquillo, cerraría el chiringuito en este preciso instante y me iría a Benidorm, a rondar la disco del hotel hasta que una octogenaria me sacara a bailar.Cuentan que mi abuela, en uno de esos viajes que nuestra generación difícilmente disfrutará, se sentó al lado de la máquina de helados y en dos tardes la agotó. Qué grande era. Es lo bueno de la tercera edad, que haces lo que quieres sin pensar en las consecuencias. Las señoras y señores jubilados creen tener la autoridad moral suficiente como para adelantarte en la cola, comerse todas las croquetas de la exposición o regatear el precio de la ensaimada con una cajera de Alcampo sin inmutarse, manteniendo la convicción de su pleno derecho a hacerlo. Es un living la vida loca, una especie de filosofía motera adaptada a la última etapa de la vida. No riding, no fun. O vives a tope, o te mueres.Es precisamente lo que nos falta a nosotros en estos días que corren: la sensación de tener todos los derechos y de contar con la capacidad de ejercerlos, le pese a quien le pese. Mi madre, una novata en esto de la jubilación, se pone al teléfono y te consigue lo que sea, una pieza vital para el funcionamiento de un motor, un asiento en la fila de autoridades del Auditorio de Tenerife o entrar en un casting para el programa La voz. Ella asegura que es su capacidad de persuasión, la misma que usa para que te tomes el postre sí o sí:-”¿Quieres mango?”.-”No”.- “Está muy bueno, madurito. ¿Quieres mango?”.-”Que no”.-”Aunque esto es manga, no es mango. Es más grande y tiene menos fibra. ¿Quieres mango?”.-”…”. “Mango, pues”.Yo, por mi parte, pienso que es la temible gota china jubilada tratando de ayudar a sus hijos, auricular en mano y sentada en el sillón. El terror de los profesionales del telefonismo y, cada vez estoy más seguro, nuestra salvación. Porque ni protestas en la calle, ni huelgas, ni iniciativas legislativas populares. Ponga usted a quinientos jubilados de la tercera edad, entrenados en comedores de hoteles del Imserso y muestras de arte con piscolabis, en la puerta del Parlamento regional, del Congreso o de la sede de Presidencia del Gobierno de Canarias. Allí, noche tras noche, repitiendo sin parar sus consignas para dar la batalla por sus nietos, lograrían que Paulino saliera a la calle aturdido, convulsionando y accediendo a todas sus peticiones. ¿Cuesta abajo? Más bien un subidón.