Cuestión de estilo (sobre Lo que nos queda de la muerte, de Jordi Ledesma)

Publicado el 09 octubre 2017 por Revista PrÓtesis @RevistaPROTESIS

Una burguesía con todos los vicios y ninguna moral. Única finalidad: enriquecerse

Ya está. Voy a hacer un spoiler de este texto y empezar por la conclusión. Lo que nos queda de la muerte de Jordi Ledesma es una novela de aprendizaje. O, al menos, así se lo ha parecido a esta testiga. Ledesma lo deja claro ya en la página diez y seis:

Estábamos creciendo. Mutábamos y lo hicimos en el Tercer Mundo; aunque no lo pareciera, lo era. Y crecimos sin un atisbo de madurez en una sociedad cuyos valores fueron los de "el que no corre vuela"

Un Tercer Mundo de "charnegos y castellanada" porque el Primer Mundo estaba ocupado por dueños de hoteles, restaurantes, barcas y botigas, hijos de pescadores, pero que el turismo había enriquecido, "el turismo financió el abuso sobre el que se edificó su riqueza".

De manera que en sus primeras veinte, veinticinco primeras páginas magistrales, envolventes, abigarradas, el autor ya nos ha sumergido en el ambiente social y geográfico en el que se desarrollará la acción: una localidad costera catalana que sufre y se beneficia del boom del turismo. Pero, sobre todo, nos ha dejado su atmósfera emocional, nos ha zambullido en un mundo de personajes que nos agarran por los pies para que no salgamos a la superficie a coger aire.

aquellos que siempre corren con los gastos de la Historia

No deja títere con cabeza Jordi Ledesma. Narra en primera persona, un yo que todo lo ve, sí, un yo omnisciente. No tiene compasión con una burguesía catalana con todos los vicios y ninguna moral, cuya única finalidad es enriquecerse. No la tiene con la burguesía española, el turismo nacional, las mañas, que veranea en el pueblo, que juega a que transgrede normas sin importarle un bledo los daños colaterales. No la tiene con ese comandante de la guardia civil, corrupto reptil, inmoral, que piensa que el amor puede redimirle de sus imperdonables pecados.

La mirada compasiva del narrador se guarda para los despojados de la historia y, perdonadme la ampulosidad, de la Historia. Los que quedan al margen del pelotazo turístico, los emigrantes, los pequeños delincuentes que reciben todos los palos. Aquellos pobres que, como decía Kafka, siempre corren con todos los gastos de la Historia.

Ni siquiera es condescendiente consigo mismo ni con sus amigos:

Habían pasado los años y me vi en aquella pineda con López y Quílez, llevaba viéndome toda la noche, y me encontré con el bachiller sin acabar, sin dinero y sin porvenir; sin papá supermán, ni opciones de soñar

Sin embargo, hay un personaje, Lucía Xerinacs, al que el autor dota de toda serie de cualidades positivas: belleza, bondad, inocencia. Una rara luz en la negrura del arribismo o la marginación. Me pregunto si su contrapunto, más que en toda esa serie de personajes inmorales y corruptos de la novela no está, dentro de la ficción, en su amiga Silvia, otra forma de inocencia. Una inocencia simétrica, especular a la de Lucía. Si la inocencia de Lucía es auténtica, genuina, la de Silvia es la del que no quiere hacer nada definitivamente malo, pero va rompiendo toda la cacharrería al andar, a la manera de los protagonistas de Elisabeth Sanxay Holding, por ejemplo la inefable ama de casa de La pared vacía que va ocultando cadáveres para proteger a su entrañable papá. Aunque Silvia ha perdido la virginidad moral, a diferencia de la protagonista de Sanxay Holding, participan de la misma inconsciencia culpable.

Esta dualidad moral, creo yo, marca toda la novela, da profundidad, ensancha un desenlace que vamos sospechando y que, de otra manera, podría haber resultado previsible.

Y, al fin, el aprendizaje habrá concluido cuando, en las páginas finales, el narrador asuma que no podrá ser en la vida más que escritor.

- Que me va a costar dos huevos ganarme la vida como escritor, pero no me queda otra -aclararé
... y yo, a solas conmigo mismo, sentiré que viajo en un tren para el cadalso y saldré a la calle a perder la vista en el cielo. Y puede que allí empiece todo: al recordar una mañana de martes en la que me estaba fumando un porro con López y Quílez, en la esquina de la ferretería, y contuvimos el humo y agitamos las manos, tratando de paliar el olor del canuto al ver al comandante vestido de paisano

Si algo hay que subrayar de esta novela es su voluntad de estilo. Hay que agradecerle a Jordi Ledesma que no sólo nos cuente una gran historia, sino que lo haga cuidando la forma. La prioridad de Ledesma es hacer literatura. Que su novela pueda encuadrarse en el género negro es algo puramente circunstancial. La trabajada estructura envolvente, el lenguaje adecuado a los personajes, pero nunca vulgar, las descripciones del pueblo, en fin, todo el trabajo estilístico da sus frutos en una muy buena novela que nos hace aguardar esperanzadamente la próxima obra de Jordi Ledesma.