También yo pienso, Vicente Javier, que el sentimiento de indignación (ése sería uno de sus nombres posibles; otro, agresividad) nos acompaña desde que aparecimos como especie y como individuos. Y creo, Gabriel, que tenemos abierta por aquí una vía a través de la cual indagar en las motivaciones profundas de esa indignación social que puede desviarse hacia la venganza y el consiguiente enfrentamiento y disgregación social (reflexión ésta cuyo perímetro has ampliado cualitativamente con los ejemplos que añades referidos a Chile, tu país, de los que, al menos en lo que se refiere a la polémica por la construcción de las centrales hidroeléctricas en la Patagonia, algo se ha llegado a saber aquí). Así que propongo hacer una especie de arqueología del sentimiento de indignación. La cual empezaría haciéndonos excavar y bajar un escalón, hasta constatar que hay otro sentimiento, creo yo, aún más profundo y primordial que ése: el desasosiego o, más claramente dicho, la angustia, que podríamos considerar como el sentimiento original, del que todos los demás fueron surgiendo. De lo perturbador que, debido a que se realiza en su compañía, resulta el hecho de nacer, daba cuenta León Felipe, aquel poeta para el que vivir era estar condenado al exilio, en estos versos:
“Y me ha parecido siempre que el que nace, el que llega, llega como forzado...
que alguien lo empuja por detrás, que lo echan a puntapiés y puñetazos
de algún sitio, y le arrojan aquí... que por eso aparece llorando”
Unido a la angustia, enseguida irrumpe también otro sentimiento extraordinariamente peculiar: la nostalgia. “Peculiar”, porque de lo que sentimos nostalgia es de la Nada que dejamos atrás, es decir, de algo que nunca tuvimos (en todo caso fue ella la que nos tuvo a nosotros). El mismo León Felipe demostraba sufrir de esa añoranza inclasificable cuando, en un momento de desánimo (existencial, no ligado a una circunstancia concreta) escribía:
“Señor del Génesis y el Viento...
vuélveme al silencio y a la sombra,
al sueño sin retorno y a la Nada infinita...
No me despiertes más”
Job, el personaje bíblico, a punto de perder su proverbial paciencia, también sentía esa misma nostalgia. Decía:
“¿Por qué no quedé muerto desde el seno? ¿Por qué no expiré recién nacido? (...) Ahora dormiría tranquilo, y descansaría en paz”.
No es posible evitar ese desasosiego, esa angustia que viene incluida en el mismo pack del hecho de nacer y que nos hace sentir nostalgia de lo que perdimos al venir al mundo; con esa angustia lo único que podemos hacer es ponerla a producir. Pero como tal angustia es, sin embargo, poco manipulable; es un sentimiento inasible, difuso, es imposible hacerle producir. Así que, finalmente, viene a servir como caudal a dos sentimientos inmediatamente consecutivos, contrapuestos entre sí, a través de los cuales sí podemos transformarla en actividad productiva: el sentimiento de culpa (el Pecado Original de la religión católica), que nos hace sentirnos responsables de nuestro desasosiego, y el de agresividad o indignación, que, junto a su contrapunto, el miedo, nos encamina hacia la búsqueda de eventuales culpables externos de nuestra falta de paz.
Mientras que la angustia es un sentimiento centrípeto, condenado a la introversión, la culpa interior empuja de dentro a fuera, hasta convertirse en actividad reparadora: nos transformamos nosotros mismos a través de ella, para así lavar lo señalado por el sentimiento de culpa. Cioran decía: “En el fondo, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo”. Aún era más descarnado cuando hablaba del Pecado Original (de la culpa que antecede a cualquier acción pecaminosa) de esta otra forma: “Esa necesidad de remordimientos que precede al Mal, mejor dicho, que lo crea...”. Porque, efectivamente, podríamos decir que buscamos el Mal en nuestro interior para poder repararlo, para mejorarnos… si conseguimos dar con algo en nosotros que cumpla la función de hacernos sentir, por fin, culpables, y así hacer entendible (y convertirlo en productivo) ese profundo desasosiego que nos acompaña. Casi resulta chistosa la manera en que Unamuno dialoga con Dios de la siguiente manera a propósito de este extraño sentimiento:
“Acepto este dolor por merecido,
mi culpa reconozco, pero dime,
dime, Señor, Señor de vida y muerte,
¿cuál es mi culpa?”
Bien, pues ése, el sentimiento de culpa, es uno de los dos en los que desemboca la angustia original, cuando el mal, el desasosiego que nos invade, sentimos que somos nosotros mismos quienes lo hemos originado. En el extremo, si no hay adecuación a la realidad objetiva, esa indomable ansia de culpa se transforma en delirio masoquista, en necesidad de cargar con cualquier mal que se ponga a tiro.
El otro sentimiento que viene a complementar a éste del que hemos hablado nos lleva, por el contrario, a buscar culpables en el ancho mundo exterior: las cosas que en él están mal, nos requieren, sentimos que nuestro malestar se debe a algún agente externo que con sus malas artes nos lo provoca. Así de peculiar también: sentimos que el mal habita en el mundo antes de ver alguna de sus manifestaciones concretas. Una fuerza ésta capaz de llevarnos a transformar constructivamente el mundo, pero también de desembocar en el delirio, esta vez persecutorio, si tampoco consigue adecuarse a la realidad objetiva.
Así que, de la misma forma que hay personalidades sesgadas hacia la autodestrucción masoquista, las hay asimismo inclinadas a pelearse con el mundo por principio. Éstas, seguro que no han perdido la ocasión de apuntarse a las concentraciones de esta última hora, las de la “Democracia Real Ya”, así como a las que tú, Gabriel, refieres de Chile, y, sin duda, todas con la pretensión de cumplir en tales movimientos un papel protagonista. Papel éste que, en el caso de España, no es ahora, en esta fase de debate y votación de propuestas, cuando más claramente se va a ver, aunque sí lo pueda ser a los ojos de personas vigilantes, que, por ejemplo, hayan advertido que una de las propuestas más debatidas (y aprobadas) es la de la supresión de la Ley de Partidos, el instrumento más eficaz que, mientras fue respetado, tuvo el Gobierno en sus manos para combatir al terrorismo y sus adláteres, que son el prototipo de posición extremista. Sin embargo, será en los momentos del paso a la acción, en los que toque defender (o, eventualmente, agredir con) esas propuestas debatidas y votadas, cuando tendrán su papel principal las actitudes antisistema. Porque ya ha asomado la de contraposición y falta de respeto a los cauces democráticos establecidos: lo hizo cuando los concentrados en las diversas plazas se negaron a acatar la legalidad que, Junta Electoral mediante, prohibía ese tipo de concentraciones en la jornada de reflexión y en el día de las votaciones para elegir representantes en los ayuntamientos y parlamentos regionales. Y es de temer que la virulencia aumente cuando lleguen los inevitables recortes económicos de todo tipo que el Gobierno tendrá que acometer en los próximos meses, porque, recordémoslo, vivimos en un país al borde de la quiebra, y, sin embargo, las propuestas de los “indignados” discurren hacia fórmulas intervencionistas y de gasto público cada vez más irreal.
Habrá que esperar a esas previsibles movilizaciones, en las que lo racional tiende a dejar la primacía en la dirección de los comportamientos a lo emocional, para comprobar si, efectivamente, los delirios persecutorios de los más extremistas consiguen contagiar al resto o, por el contrario, al menos algún sector de este movimiento, opta por articularse políticamente y conducir la indignación por dentro de los cauces democráticos… los de siempre, por cierto. Aquí nadie tiene que inventar la democracia; que haya políticos corruptos (además de ineptos) no invalida los cauces democráticos establecidos. En fin, que como decía Novalis, “el entusiasmo sin comprensión es inútil y peligroso”.