La polémica de hoy viene al hilo de un artículo publicado en El Confidencial sobre «talibanas de la lactancia«. Una expresión tan desafortunada como desafortunados tienden a ser muchos de los supuestos apoyos que se brindan a las madres para ayudarlas con la lactancia materna.
Pero así funciona la comunicación hoy día, ¿no es así? Nos encantan los bandos: sí-no, pro-anti, conmigo-contra mí.
Una reflexión desde mi fracaso con la lactancia materna
Yo no quería dar el pecho, ya lo he dicho en otras ocasiones. Tampoco quería gestar. No era una cuestión estética (rápidamente se señala a las madres con esta falta de predisposición de frívolas y obsesionadas con su cuerpo); era una cuestión de salud mental. Mi relación con mi cuerpo ha sido bastante mala toda mi vida: me cuesta conectar con mi dimensión física, fantaseaba de pequeña con ser un cerebro en un frasco, me cuesta cuidarme en el sentido más básico y fisiológico: comer bien, ejercitarme, descansar lo suficiente.
Sin embargo, yo, que nunca he creído en el reloj biológico (y sigo sin creer en él como fenómeno universal), sentí una urgencia arrasadora de quedarme embarazada, lo conseguí, y una vez gestando, lo de no dar el pecho empezó a parecerme mucho menos viable. Porque, por supuesto, la inmensa mayoría de las madres queremos lo mejor para nuestras criaturas (ya está bien de creer lo contrario) y la información a día de hoy es apabullante al respecto.
Lo dice la OMS, lo dicen todos los carteles en tu centro de salud, lo dice tu matrona, lo dicen el resto de familias de tus clases de preparación al parto: la lactancia materna exclusiva es lo mejor para el bebé.
El día que nació Monete lo pasamos abrumados por las visitas en el hospital (espero hablar de esto próximamente, pero seguramente no sabré hacerlo también como La Crono). Yo, que había pasado un embarazo de mierda, estaba aún más irritable y agotada que la recién parida media, que ya es decir. Sentía que todo el mundo estaba con mi bebé menos yo. Sentía que me habían robado mi parto.
Cualquiera que sepa algo sobre lactancia materna ya intuirá que entre esto y que el parto fue inducido, se lo estaba poniendo un poco difícil a la subida de la leche. Efectivamente, esta parecía no llegar nunca, y Monete pasó su segundo día de vida afónico de tanto llorar.
Ahora sabemos que era hambre; en ese momento no entendíamos qué pasaba y solo nos sentíamos los peores padres del mundo. Tampoco vino nadie a decirnos qué podía pasar. Estábamos confusos, agotados, tristes y muertos de miedo. Pasaron por la habitación varias matronas, comprobaron el agarre, dijeron que «todo estaba bien» y que había que esperar.
Para cuando salimos del hospital, estábamos suplementando con leche artificial con cánula porque la pérdida de peso era consistente, y, por fin, Monete empezó a estar mínimamente tranquilo.
¿Por qué hace falta una mirada ecosistémica?
En casa no fue mucho mejor. Intentaba poner al niño al pecho. Pasaban unos cuarenta minutos, entre uno y el otro. Y a los veinte minutos lloraba de nuevo, y vuelta a empezar. Que es un comportamiento muy habitual en recién nacidos… y bastante incompatible con el hecho de que yo, como autónoma, tenía una baja maternal muy limitada: me cogí el mínimo, cedí el resto a su padre y durante el tiempo de baja hubo algunas cosas que no pude dejar de hacer.
No solo eso: cuando di a luz, en abril, estaba a unas pocas asignaturas de graduarme en psicología; lo conseguí en septiembre. En esos primeros meses, tan complicados, yo redacté mi TFG, hice mis prácticas de investigación y aprobé dos asignaturas que tenía atragantadas. Con un lactante que necesitaba mi cuerpo (y mi atención hacia él mientras se lo prestaba, claro) un 70% del tiempo.
¿Cómo no dejarme llevar hacia esa facilidad de darle un biberón y ver cómo se saciaba durante horas?
Todas estas circunstancias, hoy, con lo que sé, me parecen terribles. Si volviera atrás, desearía haber parado antes, no haber temido esa pérdida de proyectos que hubiera supuesto una baja prolongada, y haberme centrado en conectar con mi cuerpo y mi bebé ya desde el último trimestre. Habría esperado para graduarme, porque un año más no hubiera supuesto una gran diferencia. No habría aceptado visitas en el hospital. Habría hecho muchas cosas diferentes.
O eso me digo, porque en el fondo si decidí no parar fue por razones económicas, si terminé la carrera fue por razones económicas (es desesperante lo que suben las terceras y cuartas matrículas de una asignatura) y si transferí mi permiso por maternidad fue por razones económicas.
Y de hecho, me hice «famosa» en mis clases de preparación al parto porque quería «repartir el piel con piel entre los dos», para poder asumir la corresponsabilidad desde el principio (ya me recordaron que el bebé no entendía mucho de todo esto, que nadie se preocupe), así que seguramente mi idea «social» (frente a la biológica) de la maternidad repartida me habría llevado a tomar las mismas decisiones, quién sabe.
Cuando hablamos de lactancia materna hablamos mucho de las necesidades del bebé y poco de las de la madre. Yo, con una depresión perinatal, necesitaba dormir para no empeorar: la lactancia mixta hizo muchísimo por mi recuperación. Yo, con mi desprecio a mi propio cuerpo, nunca me creí capaz de ser alimento único de mi bebé: no disfrutaba de la lactancia, me daba grima, me encontraba mal.
Y hablamos aún menos de todo lo que hay más allá de la díada-madre bebé y que la rodea y la sostiene (o debería hacerlo): nuestra familia, nuestra situación económica, necesitaba que yo trabajase, no permitía que yo me centrara en el bebé.
¿Dónde queda todo eso en los apoyos a la lactancia? ¿Cuántas veces al intentar ayudar a una madre a conseguir iniciar o mantener su LME se pregunta por estos factores? ¿Por qué el análisis de las dificultades se centra siempre en el frenillo, en el pezón, en el agarre, y no se mira qué hay alrededor de todo ello, a pesar de los estudios que relacionan el estrés materno con las complicaciones en la lactancia, por poner solo un ejemplo?
¿Podemos llegar a un acuerdo?
Las asociaciones prolactancia han hecho una labor de concienciación increíble y admirable. Han conseguido que se sepa la importancia de la lactancia materna, han conseguido revertir la tendencia hacia el biberón de nuestra generación y se han enfrentado a un ecosistema comunicativo en el que primaban los intereses económicos sobre la realidad fisiológica. No puedo estar más agradecida.
Los grupos de apoyo a la lactancia son para muchas madres un salvavidas que las ayuda en las dificultades del puerperio más allá de la alimentación del bebé. Pero para muchas de nosotras, no poder o no querer sostener la LME ha sido la barrera que nos ha hecho sentirnos excluidas de todas las redes de apoyo en este periodo tan delicado (veo cada vez más cambiarse la nomenclatura hacia «grupos de crianza» y ojalá poder transmitirle a todas las personas responsables de ese cambio el agradecimiento que siento).
Conozco madres cuya depresión posparto vino precipitada precisamente por la sensación de fracaso en la lactancia y lo enjuiciadas que se sintieron. Madres que durante el embarazo tenían mucho más miedo que al parto a la posibilidad de no ser capaces de establecer la lactancia y que su visión de que si no funcionaba, había que aceptar tranquilamente las alternativas fuera condenada por el entorno
No podemos olvidar la particular situación emocional de las puérperas. La relación tan intensa que hay entre la maternidad reciente, el miedo y la culpa, que tan bien explotan muchas industrias para vendernos cualquier situación milagrosa y con la que tan poco cuidado se tiene en muchas ocasiones en el seguimiento del posparto.
Una primeriza con dificultades necesita un lenguaje respetuoso y cálido, que casa muy mal con las estadísticas y con los mandatos.
Cuando las madres que hemos vivido esas dificultades con auténtico dolor comentamos cómo han incidido en él las indicaciones de matronas y pediatras, de grupos de apoyo y de activistas, deberíamos buscar un cambio hacia ese lenguaje y hacia ese respeto, no una devaluación de la labor que han venido realizando, personal sanitario y asociaciones, para poner el bienestar del bebé en el centro.
Si queremos que realmente la sociedad se vuelque hacia el bienestar del bebé tenemos que conseguir incorporar en nuestra mirada a las madres, a su entorno, el análisis socioeconómico que nos señala lo difícil que es «poner la vida en el centro», por más enamoradas que estemos de ese eslógan.
Y solo entonces, desde la falta de juicios, desde la escucha empática, desde los cuidados, en definitiva, conseguiremos que la batalla por la lactancia sea social y no una guerra dentro de la cabeza de las madres que más están sufriendo con ello.
La entrada Culpable de lactancia artificial se publicó primero en Mamá Monete.