Es lo que se está haciendo en estos momentos inmediatos a su muerte con Adolfo Suárez, el primer presidente de Gobierno de la democracia en España. Su mérito: tener olfato político, para desde una dictadura transitar hacia un régimen democrático, y sentido común. Es decir, ser práctico y sensato para comprender que, tras la muerte del dictador Francisco Franco en la cama, el país tenía que evolucionar de la manera menos traumática posible hacia la “normalidad” política en la que se hallaban los demás países de nuestro entorno. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Hoy se forja el mito de un político que, aparte de nadar en la dictadura y guardar la ropa en democracia, fue ante todo honrado. No renegó de su pasado y se dedicó a planificar un futuro que debía venir acompañado forzosamente de democracia, para respetar la voluntad inequívoca y plural de la sociedad de la época, imposible de amordazar por más tiempo. Es indudable que fue uno de los artífices principales de la famosa Transición española de la dictadura a la democracia. Podía prometer y prometía a los ciudadanos tesón, coraje y prudencia para conseguirlo, partiendo de la legalidad existente para construir otra legalidad constitucional, moderna y democrática. Y supo lograrlo gracias al consenso al que todos los actores de aquel “experimento” se entregaron para evitar “males mayores”, pero sin poder silenciar completamente el “ruido de sables” que provenía de algunos cuarteles.
Suárez era listo y pragmático. Había que pactar para alcanzar el acuerdo de convivencia en democracia y libertades que él supo labrar, estando a la altura de las circunstancias de lo que la Historia de este país exigía tanto a él como a todos los invitados de aquellos instantes históricos. Desde el Rey hasta los comunistas, los militares y las fuerzas sociales, sindicatos y empresarios, políticos y ciudadanos, se avinieron a encontrar el mínimo común que les concediera la oportunidad de enganchar España en la normalidad de un régimen democrático y que dejara atrás la anomalía de una dictadura con sus fusilamientos y estados de excepción.
Hoy todos agradecen a Adolfo Suárez su trabajo y lloran su pérdida, sin acordarse de que empezaron a perderlo tras el batacazo electoral de 1982, cuando cuatro millones de sus votantes prefirieron otras opciones. Más que un ser providencial, fue un político cabal y sagaz, sensato y honesto. Nunca lo voté, pero hoy tampoco lo santificaría. Simplemente, entre la mediocridad y ruindad que caracteriza a los políticos actuales, el primer presidente de la democracia emerge como una figura íntegra que no engañó a los ciudadanos. De resultado de ese contraste, es imposible no rendir culto al difunto. No es para menos.