Cultura democrática

Publicado el 11 abril 2011 por Rbesonias

Nací en 1968. Viví los últimos años de la dictadura franquista ajeno a sus efectos, sumergido en mis juegos infantiles. Me crié en Baracaldo, una ciudad cercana a Bilbao. Mis padres emigraron desde Badajoz a Euskadi para asegurarnos un futuro mejor. Las manifestaciones populares se sucedían, semana sí, semana no, por las calles de la ciudad, exigiendo mejoras laborales o arengando con proclamas a favor de la independencia. Recuerdo haber visto las tanquetas antidisturbios, mitigando las revueltas a golpe de porras, pelotas rellenas y agua a presión. Mis amigos y yo nos subíamos a un altillo para contemplar a lo lejos lo que para nosotros era un espectáculo fascinante, similar al que podíamos ver por la tele o en las películas. No entendía qué estaba sucediendo y en mi casa nunca oí a mis padres hablar del asunto. Hasta bien crecido, asistí a aquellas escenas como si de un espectáculo se tratase. Tuvo que pasar mucho tiempo -ya de regreso a Extremadura a principios de los 80- para que aquellos acontecimientos adquirieran para mí una dimensión adulta.
Pertenezco a esa generación que nació bajo el yugo de una dictadura que daba ya sus últimos estertores agónicos y que se crió inconsciente del cambio que se estaba produciendo en España durante los años 70. Pertenezco a una de las muchas familias -la mayoría, me atrevería a decir- que por entonces no hablaba apenas de política, ni dentro ni fuera de casa. Franco era una entelequia; como el aire, sabían que estaba ahí, pero no se hablaba de ello. Cuando llegó la transición, tampoco recuerdo haber oído siquiera una tímida apología de la democracia ni confesiones acerca del cambio sustantivo que supone vivir con libertades ante apenas soñadas. Mi primera inmersión en el universo democrático tuvo lugar de manera más bien prosaica e interesada. Corría el verano de 1986, elecciones generales legislativas. Mi padre me animó a que me ganara unas pesetas metiendo en sobres papeletas electorales. Un trabajo monótono y aburrido que
tras varias horas te agrietaba las yemas de los dedos. Aún no podía votar, pero aquel trabajillo me permitió por lo menos saber qué era una papeleta y para qué servía. Por primera vez supe -que no es lo mismo que tomar conciencia- que existían diferentes partidos políticos y qué nombre tenían. Los distinguía por los colores, pero no sabía muy bien qué era lo que realmente los diferenciaba. Por supuesto, todo eso de derechas e izquierdas era para mí una terminología sin significado.
Sabía que mi padre simpatizaba con el CDS (Centro Democrático y Social) y que a mi madre le encantaba Adolfo Suárez porque era un hombre elegante y educado. El fracaso electoral del CDS en los comicios del 86 convenció a mi padre de que era necesario darle una oportunidad al PSOE. Mi madre, por su parte, siguió convencida de que poco importa de qué partido seas si quienes los gobiernan son unos sinvergüenzas. Aprendí de ella que la bondad de un proyecto político es fruto de la voluntad honesta de los gobernantes y no tanto de la naturaleza de su ideología; que para un demócrata el sentido común debe prevalecer sobre su fidelidad a un partido, aunque poseamos la querencia hacia una ideología determinada. Aprendí que la alternancia política es un síntoma de salud
democrática, de tolerancia entendida no solo como la aceptación de la diversidad de opiniones, sino también como escucha activa del discurso ajeno y apertura a la autocrítica. Mis primeros valores democráticos se gestaron dentro de mi familia; ni en la calle, ni en la escuela, ni en la televisión, ni a través de mítines o programas políticos. En mi casa.
Durante varias décadas se nos han vendido diferentes relatos acerca de nuestra transición a la democracia, casi siempre escritos a mayor gloria de intereses partidistas. Prima un discurso polarizado acerca de nuestro pasado. Pese a que la democracia debiera asentarse en el diálogo y el intercambio de opiniones, en busca de un acuerdo del que debemos salir ganando todos, nuestra cultura política sigue jugando al cainismo electoralista. Cuando oigo cómo políticos de uno u otro
color, se autoerigen en protagonistas y garantes de la voluntad popular y de la memoria histórica, me prometo no olvidar que mi conciencia democrática nace de mi autobiografía, de mi propia historia parcial y subjetiva. Mi memoria política es un relato vivido, escrito a partir de mi experiencia con las numerosas personas de variada condición e ideología que me encontré en el camino. La democracia es una suma de voluntades, el intento de hacer de la subjetividad una ocasión para el entendimiento y la convivencia pacífica. Aquellos que intentan convertir la democracia en un juego competitivo en el que a toda costa debe minarse la confianza del electorado hacia el adversario político, no hacen sino socavar nuestra cultura democrática. Ahora que tenemos cerca una nueva oportunidad de ejercer nuestro derecho al voto, no deberíamos olvidar que por encima de nuestras diferencias, la democracia nos brinda la oportunidad de converger más que disentir. El derecho al voto nos convierte en ciudadanos, no en las comparsas pasivas de un partidismo ególatra.

Ramón Besonías Román