Mucho alboroto mediático, pero poco efecto para reducir las emisiones de CO2 para 2030 ha logrado la 27 Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) en Sharm El-Sheikh.
Demasiado optimistas son las esperanzas de que reduzcan sus emisiones de CO2 las multinacionales que justamente obtienen sus colosales ganancias de la gran industria contaminante y del consumismo desenfrenado que instigan sus medios. Mientras haya un centavo que ganar con la destrucción del mundo, el gran capital hará lo que sea necesario para embolsillarlo.
Más probable es que la deseada reducción de emisiones de CO2 se produzca por el progresivo agotamiento de la energía fósil a partir del “pico” de su producción, que según British Petroleum ocurrió ya en 2019, y que nos dejaría apenas cuatro o cinco décadas de disposición del combustible que suple el 78,4% del consumo energético planetario.
Sea que las multinacionales que devoran el planeta se conviertan milagrosamente al conservacionismo, sea que los hidrocarburos, según todos los estudios al respecto, avancen irremisiblemente hacia su agotamiento, en breve tiempo enfrentaremos un mundo con decreciente energía fósil o sin ella.
Para formarnos una primera idea de él, pensemos en un planeta con 9.000 o 12.000 millones de habitantes sin maquinaria agrícola, fertilizantes derivados de hidrocarburos, insecticidas contra las plagas ni medios de transporte motorizados para las cosechas.
Este futuro inevitable se abre hacia dos universos posibles.
En el primero, las clases dominantes de los países hegemónicos librarán un conflicto mundial para repartirse los últimos restos de energía fósil y excluir de su uso a la inmensa mayoría de la población. Este escenario desembocará en un colapso civilizatorio inimaginable, si no en la destrucción total.
En el segundo escenario, las mayorías que con su trabajo producen todo lo necesario para la existencia tomarían el poder y regirían la transición hacia un mundo habitable aplicando los restos de energía fósil para captar, preservar y distribuir las energías renovables, que hoy producen sólo 21,6% del consumo energético global.
Vale decir, los hidrocarburos todavía disponibles, en lugar de ser quemados en un carnaval de derroche y consumismo, serían aplicados para construir represas hidroeléctricas, dispositivos geotérmicos, parques eólicos, células fotovoltaicas, viviendas con sistemas de ventilación pasiva, iluminación natural y vitrinas de efecto invernadero.
Imaginemos algunos rasgos de ese difícil camino hacia la supervivencia.
Antes que todo, la economía mundial, cuyo PIB en la actualidad en un 70% es aportado por el sector terciario de finanzas, investigación científica, educación, comunicaciones, entretenimiento y en general servicios, deberá revertir en esa misma magnitud hacia el sector primario agrícola de producción de alimentos.
Ese sector agrícola dispondrá cada vez de menos energía fósil para combustible de maquinarias, recolección y transporte de cosechas, sistemas mecánicos de regadío y componente de fertilizantes e insecticidas.
En tales condiciones colapsará el agronegocio de los cinco monopolios que actualmente dominan la producción de alimentos. Revoluciones y reformas agrarias serán indispensables para devolver el control de las tierras a quienes las trabajan y reinstalar en los campos las multitudes marginales que desbordan las ciudades.
La base de la alimentación humana volverá a ser preponderantemente vegetal. Se necesitan 15.000 litros de agua y 6,5 kilos de forraje para producir uno de carne; ésta se volverá incosteable.
Se pronosticó que en menos de una década la automatización eliminaría cerca del 40% de los puestos de trabajo y lanzaría muchedumbres al desempleo. Una sociedad en declinación energética no puede costearse una automatización generalizada; de producirse ésta, en el mundo racional que sugerimos no se traduciría en desempleo masivo, sino en reducción de la jornada individual de trabajo.
Las grandes ciudades del modo de producción industrial se harán inviables al faltar energía para los metros, ascensores, bombas de agua, iluminación, refrigeradores y aires acondicionados de sus rascacielos.
La escasez energética obligará a sustituir autos individuales por buses, motocicletas y bicicletas. Finalmente, se eliminará una de las principales fuentes de contaminación y desperdicio de energía: la cotidiana migración de millones de personas en vehículos individuales de combustión interna desde la periferia al centro de las ciudades y su regreso.
Pues en el centro urbano lo que se hace fundamentalmente es procesar información; esta tarea se cumple en la cabeza del trabajador, y los insumos y resultados de ella pueden ser transmitidos a distancia por medios informáticos de moderado costo energético, que hacen innecesaria la larga y dispendiosa traslación cotidiana a la oficina.
De tal manera, la incosteable concentración física urbana puede ser sustituida por una dispersión espacial conectada intelectualmente por la informática e integrada corporalmente al medio ambiente y la naturaleza.
Siguiendo la ley de esterilización de las civilizaciones formulada por Arnold Toynbee, según la cual los instrumentos de éstas requieren cada vez menos materia física, ingresaríamos a un modo de producción donde el bien primordial sería la información, accesible para todos a costos cada vez más reducidos hasta hacerse infinitesimales.
Este mundo posible no sería maltusiano: la elevación del nivel de vida es la forma más efectiva de reducir el crecimiento poblacional.
Para materializar tal proyecto sobran medios: se podrían aplicar los 2.113 billones de dólares que en 2022 se dilapidan en armamentos y medios de destrucción masiva.
Difícil parece el consenso para esta transformación; más difícil todavía imaginar el destino de un mundo donde un cúmulo cada vez mayor de armamentos se dispute una cantidad cada vez menor de recursos hasta reducirlos a la nada.