Curiosas maneras de ser demócrata

Por Gerardo Pérez Sánchez @gerardo_perez_s

Precisamente ahora -que tanto se habla de la regeneración, de la conveniencia de un cambio de conductas y actitudes por parte de nuestros dirigentes, y de la necesidad de pactar y llegar a acuerdos entre todos ellos-, es muy habitual contemplar a los políticos presumiendo de su condición de demócratas y autoproclamándose miembros activos en la lucha por los valores democráticos. Sin embargo, también es el momento en el que se ven retratadas determinadas prácticas incompatibles con esa pretendida naturaleza demócrata de la que alardean. Una célebre frase de la Biblia dice “por sus obras les conoceréis”, aunque tampoco es preciso ser creyente para convenir que son sus hechos (mucho más que sus palabras) los que les hacen o no merecedores de ese calificativo al que todos aspiran con afán.

En primer término, conviene recapacitar sobre determinadas formas de proceder de quienes integran lo que se conoce como “la mayoría”. Ya sea porque un partido goza del respaldo absoluto del Parlamento, ya sea porque se ha coaligado con otras formaciones políticas para alcanzarlo, se observan en su comportamiento algunos hábitos poco saludables que, incluso, chocan frontalmente con los valores de un sistema constitucional basado en libertades y en un Estado de Derecho. Numerosos cargos públicos, una vez investidos de la correspondiente legitimidad, olvidan por completo dos datos esenciales: están subordinados al cumplimiento de la legalidad (al menos, hasta que esta varíe) y sus facultades tienen límites. Existen Presidentes del Gobierno, de Parlamentos autonómicos y otras autoridades que se sirven de sus cargos para atribuirse una serie de competencias de las que carecen y para arrogarse algunas facultades también inexistentes. De ese modo, aquella participación popular que propició su designación de un modo directo o indirecto, resulta distorsionada y desnaturalizada para poder convertirse en los portadores de una voluntad ilimitada, que no conoce restricciones. Este grupo, por más que se jacte de su pulcritud democrática, se compone de totalitarios disfrazados.

En segundo lugar, procede analizar las actuaciones de aquellos que, contando con una mayoría simple, pretenden gobernar con un Parlamento con más escaños desde los que no se defiende su proyecto político. En este caso, deberían ser muy conscientes de la situación. Acostumbrados a etapas pasadas en las que disfrutaban de mayoría absoluta e imponían sus postulados sin negociación alguna y sin interés por las posturas ajenas, ahora tal vez les cueste amoldarse a buscar consensos más allá de sus filas. Quizá lo democrático hubiera sido gestionar con más generosidad la evidente superioridad numérica de antaño sobre sus rivales. En todo caso, ya de nada sirve lamentarse por lo ocurrido. Es tiempo de adaptarse y comenzar a reconstruir los puentes derrumbados. Y, sobre todo, es necesario comprender que, más allá de personalismos, lo verdaderamente importante son las políticas. No se trata de salir en una foto cortando la cinta de inauguración de una obra pública, sino de que esa obra pública se termine en tiempo y forma y se considere apta para el uso de las personas. Tampoco debe ser lo esencial recolocar en puestos de relevancia a ex ministros dimitidos o reprobados, con el ánimo de conservar el círculo de influencias y de tener contentas a las amistades. Por el contrario, lo prioritario es dar a los administrados un servicio óptimo. No entender este mensaje implica no estar capacitados para ser acreedores de la aureola democrática que tanto anhelan lucir sobre sus cabezas.

Por último, se impone una reflexión desde las minorías. Ser demócrata, como ser buen deportista, implica saber perder. Es sencillísimo pavonearse de las bondades de la democracia desde una sólida posición mayoritaria. Sin embargo, resulta bastante más complicado aceptar que las ideas, las propuestas o el propio perfil personal no cuentan con un respaldo suficiente para llevar a cabo un cambio político y alcanzar las cuotas de poder a las que se aspira. Para presumir de demócratas,  primero hay que aceptar la posición que se ocupa en el Parlamento y, más aún, admitir que las modificaciones normativas no pueden implantarse desde la minoría. Existen dos vías. Una, limitarse a torpedear cualquier iniciativa ajena y aspirar al protagonismo mediático a base de broncas, rifirrafes y puestas en escena salidas de tono, ayudados de banderas y pancartas. La otra, introducirse en el engranaje de la negociación con voluntad de contribuir y, a cambio de lograr aportaciones  de tu programa ideológico, asumir algunas medidas del contrario. Porque, pese a que a quien detenta la mayoría se le ha de exigir flexibilidad, cintura y sentido de Estado para forjar acuerdos, no es menos cierto que lo mismo ocurre con la oposición. Por la misma razón de que dos no pelean si uno no quiere, dos tampoco negocian si uno de ellos se niega.

Como reflexión final, urge insistir en la idea de que los parlamentarios no representan a sus concretos electores, sino al conjunto de la población española. Así figura en la Constitución y así la recogen la jurisprudencia y los manuales de Derecho Constitucional. En consecuencia, no cabe la cortedad de miras ni la opción de limitarse a los intereses de una provincia, un partido o  unos votantes, sino un firme compromiso en aras del interés de la sociedad en su conjunto (representen al Partido Popular , al Partido Socialista, a Podemos, a Ciudadanos, a Coalición Canaria o a Compromís). Si no sirven para desempeñar esa noble tarea, es preferible que no se presenten a las elecciones.