Currita

Por Sergiodelmolino

Viendo Up in the air y hablando de tiburones sobrehumanos que se crecen en entornos de plástico recauchutado, me he acordado de mi adorable abuela.

La familia de Venezuela y muchos allegados la llamaban Currita, pero el dulce sobrenombre no le hacía justicia. Nada dulce le hacía justicia: mi abuela acuñó la actitud punk cuarenta años antes de que a Johnny Rotten le saliera la primera caries.

Su carácter destroyer la convertía en una abuela especialmente divertida para los niños. Por ejemplo, con su famosa cara de miedo. Una vez, en los columpios, un chaval mayor me vetó el paso al tobogán. Mi abuela se acercó a él discretamente y, sin que nadie lo viera, le puso su cara de miedo. El niño se cagó, creo que incluso literalmente, y salió corriendo como si hubiera visto emerger del suelo a Freddie Krugger, Frankenstein, Alien y la niña del exorcista juntos y arrojándose vómito entre sí. A los pocos minutos, el niño volvió de la mano de su progenitora, que se encaró con la Currita, la cual, con la cara más angelical y desamparada que supo poner, convenció a la señora de que su hijo había sufrido sin duda una alucinación. Quizá un brote esquizoide.

Cuando crecí, censuré la maldad de cuento de mi abuela, aunque tenía sus ratos entrañables. Por ejemplo, era pródiga, y en cuanto asomaba el buen tiempo le encantaba cenar en la terraza de la glorieta de Embajadores. Una noche, estando con ella -yo tendría unos 19, calculo-, se acercó una chica pidiendo dinero y mi abuela le dijo: “Dinero no te doy, pero, si tienes hambre, te invito a lo que quieras”.

La muchacha se sentó en una mesa libre y se tomó un bocadillo y una caña que pagó mi abuela. Yo la miré enternecido. ¿Será posible que Currita-Terminator se haya redimido al fin?, pensé. ¿Ha encontrado la paz, ha tenido una epifanía en este cálido anochecer?

Por suerte, mi embrujo duró poco. En cuanto la chica se puso fuera del alcance de su voz, la Currita dijo: “Supongo que lo necesitará de verdad, y si no, Dios se encargará de castigarla”.

No fue lo que dijo, sino cómo lo dijo: la saña que ponía en las palabras. Deseaba con pasión que ese dios en el que dudo mucho que creyera descargara su furia contra la pobre chica. Si un rayo la hubiera fulminado en ese momento, se habría carcajeado.

Mi abuela deja al George Clooney de Up in the air a la altura del barro. Mi abuela era algo más que una superviviente, era una depredadora, una mujer que habría disfrutado de cabalgar junto a Vlad el Empalador por los campos sangrientos de Valaquia cortando cabezas de turcos y clavándolas en picas para aterrorizar a los campesinos.

O no, nunca lo sabremos: por suerte para el mundo, no acumuló ningún poder.

Vale, mi abuela nunca alardeó de su condición depredadora, no la cultivó y nunca la utilizó sistemáticamente: no se convirtió en un tiburón de Wall Street ni en un profesional despiadado como el George Clooney de la peli. Pero, a su modo, hizo cosas mucho más duras.

¿Cómo, si no, se explica que saliera adelante tras quedarse embarazada en plena guerra civil, madre soltera en el Madrid humeante y devastado de 1939? ¿Cómo, si no, se explica que lograra esconder el pasado republicano de su familia y entablara una extraña y nunca aclarada amistad con Pilar Primo de Rivera, de la que recibía regalitos para complementar las magras raciones de la cartilla -regalitos que alimentaban también al hermano de mi abuela, ex combatiente republicano escondido en su casa, que se metía debajo de la cama cuando la dama falangista iba de visita-?

Se llama supervivencia, pero yo creo que hay algo más, mucho más. Porque los supervivientes sufren, tiene sentido del sacrificio y del dolor y, hasta donde yo sé, mi abuela se desenvolvía con la naturalidad de un pez en agua calma. No era maquiavélica ni manipuladora de un modo consciente. No era Lady Macbeth. Le salía natural, toda su vida le salió natural, sin que mediara una ambición ni un objetivo. La Currita hizo desgraciados a unos pocos: podía hacer llorar con una frase y no se le descomponía el rostro, no le conmovía el llanto ajeno.

Sospecho -y es una sospecha horrible- que no supo querer a nadie. Cuando hablaba de amigos o de alguien de la familia siempre decía: “Son muy buenos, me quieren mucho”. La bondad se suponía en el amor que sentían hacia ella, pero nunca le oí expresar el sentimiento recíproco. Eran buenos porque la querían, pero ella no les quería.

Y eso, señores, da mucho miedo.

PS.- No me tomen por mal nieto: escribo esto con cierta admiración. Pasados los años, con la distancia que da el tiempo, lo veo todo con muchísimo humor y creo que haber tenido una familia tan disfuncional en algunos aspectos me ha hecho más rico y me ha enseñado a ser más abierto, a admirar, entender y gozar la extravagancia. Por lo demás, una de las diversiones más recurrentes que tenemos mi hermano y yo es evocar historias truculentas de la Currita, especialmente ante auditorios neófitos, que se espantan con más facilidad, para carcajeo nuestro, claro. Además, con estos balbuceos me entreno para cumplir una vieja exigencia que me hacen mi hermano y mi madre: escribir sobre mi felliniana familia. Poco a poco, no se me apresuren, que todavía no he encontrado el tono ni la forma.