Como no soy experto en el tema, no sé si Henri Troyat fue un gran historiador. De lo que no me cabe duda es de que era un grandísimo divulgador de la historia. Troyat, sencilamente, era incapaz de escribir algo aburrido. Cuando la pasión se une al talento, y encima se está libre de cualquier atisbo de pedantería o pomposidad, el resultado no puede decepcionar. La cosa no tiene más misterio.Para hacer de esta crónica de la vida diaria en la Rusia de 1903 un libro tan interesante y fácil de leer, Troyat se sirvió de un sencillo y descarado artificio: se inventó el personaje de Edward Russell, un inglés de 26 años, hijo de un rico empresario que, por intereses tanto comerciales (Rusia se perfilaba como un futuro gigante económico) como humanísticos, envía a su hijo a Moscú para que aprenda cómo se hacen allí las cosas. Este artificio le permite al autor mostrarnos los hechos desde el punto de vista del de fuera; le permite asimismo presentarnos en forma de diálogo lo que en otro libro sería una exposición de hechos. Permite al personaje de Russell hacer deducciones erróneas y reaccionar con sorpresa e incredulidad ante la realidad. Y naturalmente, permite ironizar y criticar.
Pertrechado de su guía Baedeker de Rusia, Russell llega a Moscú, donde se alojará en casa de Alexander Vassilievitch Zubov, un próspero comerciante moscovita que había visitado previamente la empresa del señor Russell. De la mano de Zubov y de su familia, con paseos por aquí, cenas por allá, viajes por el Volga, espectáculos de ópera, incursiones en el lumpen, visitas a fábricas, mercados, juzgados y hospitales, y hasta un pase de revista al ejército por parte del zar, el joven inglés, de curiosidad insaciable y gran afán por aprender, nuestro amigo inglés hará un amplio recorrido por toda la sociedad rusa.
El lector de Daily Life in Russia... (Vida Cotidiana en Rusia en los días del Último Zar, por desgracia inédito en español) no puede dejar de tener la impresión de que la motivación de Troyat al escribirlo fue doble. Por un lado, el libro tiene una clara vertiente académica, disimulada bajo un estilo accesible y ameno. Troyat dedica, por ejemplo, capítulos enteros a explicar el sistema administrativo y los diferentes grados de funcionario (¿os acordáis de esos "funcionario de 12º grado" de Gógol?), así como la justicia, los obreros o la iglesia ortodoxa.
Por otro lado, es imposible olvidar la carga personal que la redacción de un libro así había de tener para el autor. Troyat, como Nabokov, Rothko, Bunin, Berberova, decenas de artistas e intelectuales y, por supuesto, miles de ciudadanos anónimos, fue arrancado de su tierra para no volver jamás. Puede decirse que, en el caso de la Revolución rusa, el exilio fue una tragedia aún mayor que en otros países, dado que el exiliado ruso no sólo no pudo volver a pisar su tierra, sino que además su país, tal y como lo conocía, dejó de existir. Personalmente, no me cabe duda de que, aunque Troyat nos dice que el libro fue un encargo, él se volcó en este proyecto de recuperación de su propia memoria, de la de sus padres, y la de su sufrida tierra natal. (Me pregunto qué me quedaría a mí si me hubieran arrancado de mi tierra a los 9 ó 10 años: ¿Mazinger Z, el referéndum de la Constitución; el billete de metro a 5 ptas., el litro de gasolina a 20; atentados de ETA, Camilo Sesto, los últimos pantalones de campana, el Papus, los caramelos Chimos, la plaza Virrey Amat, los años del destape?)
Huelga decir, sin embargo, que aparte de una concesión final al lector sentimental, el autor no siente el menor atisbo de nostalgia ni nos quiere vender las bondades de aquella sociedad. Corrupción, miseria, explotación y censura eran el pan nuestro de cada día, y así lo refleja Troyat.
Y para terminar, os dejo aquí un interesantísimo documento visual (con la inevitable carga publicitaria de las páginas web rusas) sobre la Rusia de hace 100 años que nos describe el gran Troyat en este libro.