Así me pasa, que unos días con la edulcorante dieta inglesa han hecho estragos en mi otrora grácil figura, pasando de las delicadas líneas de un jarrón de porcelana china a la robustez de un botijo de barro manchego.
No me he subido a la báscula porque estoy en contra del maltrato a los electrodomésticos -ellos también tienen derechos y yo no soy quién para pisotear y aplastar a nadie- pero no me ha hecho falta: ha sido intentar abrocharme los pantalones de antes del verano y acabar con dolor de muñecas y dos uñas rotas del esfuerzo.
Así que una, que aunque vaya de progre e intelectual, también destina parte de su tiempo y presupuesto a lo que viene siendo estar mona, llega el mes de la despreciable vuelta al cole y hace sus propósitos de enmienda como la que más...
Ahí están los gimnasios y los centros de dietética con sus promociones de temporada fuerte tentando a mi maltrecha mastercard. Pero no, que yo con esto puedo sola: voy a comer menos y punto.
O al menos eso pensaba... Pero ¡qué difícil es! Hay que joerse. Este país no está pensado para ponerse a plan, con tantas propuestas gastronómicas de primer nivel. Si los turistas vienen a España exclusivamente a jalar, a probar nuestros manjares. Ya lo decía el documental que ví el sábado en Documentos TV, que hay que joerse con TVE que programa estas cosas en fechas sensibles para desalentar a los más voluntariosos y amedentrar a los descreídos.
Y es que prolifera la oferta de suculentos productos autóctonos en los escaparates de los bares, en los mercados y hasta en las cartas de menú del día... como cantaban la Santoja y el Sabina: papas con arroz, bonito con tomate, cochifrito, caldereta, migas con chocolate, cebolleta en vinagreta, morteruelo, lacón con grelos, bacalao al pil-pil y un poquito perejil... ¡que así no hay manera! que voy a tener que emigrar pa ponerme a dieta.