Dame pa’un cortao

Por Siempreenmedio @Siempreblog

No sé si han visto un sketch de El Supositorio de hace unos años, en el que un señor contratado por el Ayuntamiento de Chigüesque se esmera, acarreando agua de aquí para allá, en que las playas del pueblo no se vean afectadas por el efecto de la marea. A mí me hizo gracia.

Pues también me causó un poco de angustia. Yo es que soy muy dado a estar regulero. A veces me viene sin avisar, sin mandar un whatsapp o hacer una perdida ni nada. Cada vez que veo este sketch me viene a la mente la Convención de Ginebra. Bueno, las Convenciones, que parece que son varias, pero yo soy muy corto en cuestiones de derecho internacional (y del otro) y en la tele lo he oído siempre en singular. Es ese conjunto de cuatro convenios internacionales que regulan el derecho internacional humanitario cuyo propósito es proteger a las víctimas de los conflictos armados.

Total, que me imagino a Don Bienvenido, el de Chigüesque, en un eterno ir y venir. Asegurándose, con su cubo lleno de agua, de que en caso de bombardeo todos los objetivos sean militares y la población civil salga indemne. De playa en playa intentando que los prisioneros de guerra tengan sus tres comidas diarias y su dignidad intacta. Don Bienvenido, cargado como un burro, garantizando que los heridos de guerra reciben la atención médica necesaria.

Vamos, un señor evitando que una fuerza cósmica como la que genera las mareas no afecte a su día a día. O lo que es lo mismo, un organismo internacional supervisando que cuando dos o más ejércitos deciden enfadarse, pelearse, aniquilarse, lo hagan con la misma pulcritud con que uno afila y luego ordena por tamaño los lápices de su escritorio. Yo, que debo ser lo más bisoño que ha parido madre, veo la guerra como la mayor derrota posible. La ausencia total de esperanza. El fracaso máximo. Revolver en ese vómito tratando de sacar algo limpio, minimizar el daño, racionalizarlo, no solo me parece inaudito, sino innecesario. Si ya he decidido apuntar un cañón hacia ti, si nos hemos enfadado hasta el extremo de querer que lo pases mal, muy mal, que sufras, que te rindas, me reconozcas que te he hecho daño, daño fuerte, que no volverás a hacerlo y no porque no quieras sino porque no te quedan ni fuerzas ni recursos. Si llegamos a este punto, al punto y final de la humanidad, ¿cómo ponerle fronteras al impacto del bombazo que te voy a pegar? ¿Cómo circunscribir el daño a “lo justo y necesario”? Si ya he reconocido que te quiero muerto, ¿para qué disimular?

Pero lo dicho, eso yo, que soy bisoño y dado a la angustia. Y un poco tonto. ¿Me das pa’un cortao?

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