Nuestro cerebro está lleno de utopías; o pajarillos mentales, si quieren. Están ahí, sin molestar a nadie, pululando cual grácil mariposa de alas coloreadas. Y ahí deben de quedar, sin pasar a la conciencia o procesarse como fin de la existencia vital. Sí, ya. Sin utopías no hay progreso ni metas a batir y todo eso. Verdad. Pero no son utopías las cosas que pueden lograrse, si no las que jamás se lograrán. Sí, ya. Si no se intenta no se consigue. O mejor luchar que ver la tele y aplanarte el coco. También es verdad. Pero no son utopías. Una utopía es creer, por ejemplo, que "el Hombre no se comerá al Hombre". La mujeres tampoco se libran, no crean. Pensar en cambio que el Hombre llegará a Marte, no es una utopía, es un hecho inalcanzable momentáneamente. Creer que Dios existe, válgame el castigo del susodicho, es una utopía, a pesar de los pesares (imitando aquello del "cantar de los cantares"), aunque creer en él no lo sea. Así que, "dame pan, y llámame tonto". También vale "tírame pan y llámame perro". Y demás variedades. No estoy siendo nada realista creyendo que esos pajarillos deban aletear en una parte del cerebro alejada del procesamiento de la información cotidiana que nos trae el día a día, valga la redundancia, puesto que, de hecho, están influyendo constantemente en nuestra personalidad. Las utopías son buenas y bellas, y sirven como bálsamos de esperanza, pero una vez que cumplen su función, habría que dejar que se conviertan en orugas.