Con esta frase, nuestro personaje ha intentado burlar a la suerte. Primero elige un número con el que suele jugar cada año y para confundir a la señora fortuna le pide a la lotera que elija ella misma cualquier un número al azar. Y así, nuestro protagonista cierra los ojos y esboza una sonrisa de ilusión creyendo que este año sí. Este año caerá un pellizco. Empieza a pensar que haría con el dinero. Comenta que no lo derrocharía, que seguiría viviendo igual y gastando lo menos posible. De hecho al llevar tanto tiempo en paro que ya se ha acostumbrado a gastar lo mínimo y su estómago no rechaza como antes las marcas blancas. Además, se ha dado cuenta que esas cervezas tan baratas, si están bien frías, saben muy parecidas a las que solía comprar.
Evita mirar los números que guarda doblados en su cartera porque cree que así se desgasta la suerte y prefiere ignorarlos. Incluso el día del sorteo, una vez pasado, suelta delante de sus amigos: “pues yo ni los he mirado. Eso nunca toca”. Mientras su estómago pide a gritos marcas de calidad y su paladar pide cervezas de que no sepan a agua residual.
Pero en algún momento tendrá que comprobar su fortuna. Tendrá que comprobar si sigue viviendo igual que hasta ahora pero con la cuenta bien abultada o si seguirá viviendo como hasta ahora casi sin cuenta. Se decide. Camina hasta esa administración. Del otro lado de la calle le saludan pero no se da ni cuenta. Solo piensa en una cosa. Cambiar el papel del boleto por un papel de colores que llamamos dinero.
Entra en la administración. Le da los dos números a la lotera después de doblarlos lentamente mientras espera la cola de almas esperanzadoras. La lotera mete los dos números en esa verdadera máquina de la verdad. La mujer lo mira. Él la mira. La mujer mira al marcador donde se indica el primero. Él mira ese electrónico. Sus ojos se abren de par en par y dice… “Deme ese número del niño acabado en 24 y otro que usted quiera”.