¿Por qué no se mató allí mismo (el narrador, se entiende)? Era la densa noche de fiacres charolados por la lluvia, iluminados por los planetas lácteos de las farolas. Había un lejano ulular de sirenas y en una esquina también lejana, un breve hombre y una breve mujer entre pliegues textiles, nimbados ambos por sus vahos casi equinos, procedían a cerrar el trato más antiguo. Hipolite tal vez se encontrara ya aterida entre los satenes nacarados de su cama. Aún había tiempo para un último ajenjo en el bar de Beppo, el calabrés. París estaba cerca.
Un par de mesas ocupadas, unos jugadores de billar y un bebedor solitario en la barra es cuanto había. Acudí al reducto caldeado por la estufa y busqué la compañía del gato narcotizado, eterno vigía de ojos cerrados. El propio Beppo me sirvió con un entusiasmo impropio de la hora y la meteorología. Mi bufanda mantenía un tenue rastro del perfume de Hipolite. En el rincón más oscuro, una mujer negra farfullaba un tango en un imperceptible acordeón. Creí haber visto antes su cara. "Tú también detestas la vida", recitó como un sortilegio. Hubiese querido encontrar un revólver en mi bolsillo, salir del bar de Beppo, utilizar una sola bala. Pero en vez de un arma, mis dedos se enredaron en el pañuelo con nuestros nombres. Hipolite y Joel, y tuve que seguir bebiendo y viviendo.
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