Las guerras son así. Siempre se pierde. Al menos así pensamos los que creemos en la vida humana. Y ocurre lo que ocurre. No falla.
Sin querer, o sea como le pasó a Couso en Irak, como está ocurriendo cada dos por tres en Afganistán o Irak, la vida vale bien poco. Tan poco como las indecencias políticas y militares, y la suerte permitan.
Porque estar en contra de las guerras, es estar también en contra de esto o de esto otro. Y no excusarse en daños colaterales, como si se hubiera roto un vaso. Irak, Afganistán y ahora Libia. Países donde se ensayan tácticas y estrategias militares, donde se prueban armas mortíferas. Los daños colaterales son “un precioso eufemismo para evitar usar crímenes de guerra”.
Suma y sigue, y no pasa nada. Los muertos quedarán en el olvido. Y a otra cosa, mariposa. O mejor, a otra guerra, aún más perra.
Oiremos un atentado, un ataque, un error. Así funcionan los grandes, con muertos ajenos, sean o no sean de los suyos. Porque lo único suyo que hay en las guerras son intereses económicos y de poder. Ni más ni menos. Todo lo demás excusas para justificar lo injustificable.
Dicen, los listos, los de siempre: “Para ganar la paz, hay que hacer la guerra”. Y no, la paz que buscan es la de manejar las riquezas de los demás, la de venderles armas, la de mirar a otro lado cuando se conculcan derechos humanos, la de someter a un pueblo contentando a sus gobernantes. La del “ande yo caliente, ríase la gente”.
Para ganar la paz hay que extender la paz: con la justicia, la libertad, la solidaridad, los principios democráticos y los derechos humanos por el mundo.
La experiencia nos dice que las guerras no provocan la paz sino victorias y derrotas, con lo que conlleva: muertes, represiones, exilios, todo por expolios e intereses geopolíticos y económicos.
Razones que, para mí, son suficientes para gritar con fuerza, en Libia y en cualquier sitio: ¡NO A LA GUERRA!
Salud y República