Primero fui al mercado de pescado, que me impactó por la gran cantidad de producto que allí se vendía. Repleto de gente hasta la bandera. Unos llegaban en barcas con el producto, otros lo recogían y limpiaban, posteriormente esperaban pacientemente su turno, hasta que finalmente llegaba el acceso a las mesas donde se despachaba el producto y se regateaba a voces al más puro estilo lonja. La zona de venta era un guirigay incomprensible en swahili, pero divertido; olía a pescado, pero no era desagradable. Según te acercabas a la zona de la playa, había un olor entre putrefacción, tripas de pescado y basura cotidiana que se hacía insoportable, sin embargo la gente charlaba tranquila al lado del montón de basura. Yo no soy nada especialito con los olores, pero éste te penetraba tanto que hasta la cerveza que me tomé más adelante pasadas varias horas me trajo de nuevo el sabor del olor...
Un poquito más apartado, cruzando la calle, estaba lo que yo esperaba ver; el lugar donde cocinan todo aquello. Un lugar envuelto en humo, con olor a fritanga y miles de personas quemando madera a ritmo de locomotora para hacer unos perolos enormes de chopitos, o de pulpo cocido, o de pescados fritos rebozados o de cualquier cosa que se te pueda ocurrir. Enfrente, se sitúa el mostrador de los aceites, donde personas se encargan de limpiar todas las impurezas del aceite usado y dejarlo como nuevo para su siguiente uso.
Al regresar al aeropuerto, comprobé que mis maletas estaban intactas y me fui a comer pausadamente acompañado de una cerveza Kilimanjaro, que no me supo a gloria, como expliqué anteriormente, pero que me refrescó y ayudó a pasar las 3 horas que aún me quedaban para volar. La terminal es una suerte de galería donde cuelgan los carteles de las compañías aéreas que van a salir según lo precise la ocasión, donde te pesan la maleta con unas vásculas made in Italia en vaya usted a saber qué época...
En Pemba me recogió Marta, coordinadora del proyecto y compañera de casa. Fuimos a cenar al Club Naval (ou yeah) a las orillas de la playa de Wimbi donde pude estrenarme con un plato local: Pollo al Piri Piri. Caí dormido como enfermo, y tras un sueño bastante largo y el primer día de trabajo, escribo desde la casa de Pemba, donde pasaré los fines de semana. La impresión ha sido buena en general. Lo poquito que he podido observar es que es una ciudad pequeña con playas bonitas, una zona colonial abandonada a su suerte, calles de arena y árboles espesos. Se vive entre rejas, literalmente. Si en El Salvador nos protegían unos cercos de alambradas, aquí lo hace una reja con candado. De momento no he podido percibir cómo son las cosas por ahí fuera, pero la gente con la que he chapurreado (porque mi portugués aún no es como para tener conversaciones bohemias) es bastante simpática.
Seguirán las crónicas.