Darwin y Diógenes

Por Daniel Vicente Carrillo


Es popular y goza de indudable prestigio intelectual el retrato del hombre como poco más que un simio pulido por el tiempo y altamente socializado. El reduccionismo no entiende de discontinuidades psíquicas ni de cambios de naturaleza que vayan más allá de insensibles transiciones graduales. Tal prejuicio no es empírico, esto es, no se apoya en un número suficiente de observaciones inequívocas. Es metafísico, pues define el objeto de estudio con carácter previo a su examen. Existió en los fisicalistas d'Holbach, La Mettrie y Sade antes que en Darwin, el cual se limitó a incorporarlo en su sistema como punto de partida metodológico. Así, para el materialismo no hay seres extraordinarios ni nada es verdaderamente grande o admirable. Lo enorme no es más que una excrecencia de lo minúsculo, tanto en el ámbito físico como en el espiritual. Todo lo que pueda dividirse en grados cabe en la suave pendiente que traza el continuum de la materia, por lo que debe ser analizado como mecanismo antes que como fuerza, y como efecto antes que como causa. Al resultar de una acumulación de fenómenos, no es nada previo a ellos, sino que emerge como las nubes del vapor, adoptando formas pasajeras y sin substancia que obran a merced de factores externos. Nuestra especie sería sólo una de estas inconsistentes nubes que el viento de la evolución moldea a su antojo.
He aquí la frontera entre la humildad y el nihilismo. Mientras aquélla nos recuerda la finitud de nuestro ser y lo voluble de nuestros actos, éste nos reduce a ilusión de ilusiones y a enjambre de átomos. Una nos sujeta a un modelo de perfección absoluta al que debemos asemejarnos, al tiempo que el otro nos desliga de toda forma estable y de cualquier fin en sí. Se señala desde luego en ambos casos la desproporción del hombre con su propia imagen, pero con consecuencias morales muy desemejantes y hasta opuestas. La distinción entre acciones y pasiones se pierde allí donde todo es pasional y vano, desprovisto de objetividad, inmanente a los afectos. Rotos los puentes entre la razón y la conducta, la virtud misma deviene un anquilosamiento perjudicial ante la plasticidad de la vida. De ahí que la destrucción de las costumbres venga requerida por la afirmación del individuo, aunque éste sea una nada, o precisamente por serlo, pues la violación de las reglas es un acto de justicia cuando la justicia no existe.
No obstante, la psicología parece desarticular esta visión vidriosa de un hombre hecho a golpes, sin cualidades ni atributos definitorios. Un solo rasgo único, no derivable de otros más primitivos, bastaría para mostrar la singularidad de los seres morales. Es moral quien vuelve sobre sus instintos y los cuestiona en base a su noción de sí. Lo es, entonces, quien separa lo alto de lo bajo y se siente caer cuando yerra, aunque nada lo amenace. Por este motivo, entre el miedo y la vergüenza no puede darse una continuidad real, sino sólo una imperfecta analogía. Se teme por la preservación de la vida, mientras que uno se avergüenza de seguir viviendo. El "yo" que el pudor pretende salvaguardar no es un falso anclaje en una realidad pasada que ha perdido su validez, por el hecho mismo de ser previo a toda realidad e innato. La congruencia entre los actos y los fines, que en el animal va de suyo, es en el hombre presa de fraudes y autoengaños. Si el hombre desea ser feliz y no concibe la felicidad como algo eterno, desea una cosa y su contraria, que es tanto como no desear en absoluto o desear el vacío.
La vergüenza es la constatación de la deformidad de nuestro deseo, a la vez feo y agradable. En el animal lo bello y lo placentero nunca se disocian, así como lo feo y lo espantoso siempre van unidos. Todo parecido físico y conductual que otras especies guarden con nosotros a causa de su proximidad genética no es capaz de explicar este abismo por el que sus miembros son seres unitarios y nosotros, irremediablemente, seres escindidos. Esto sirve también como refutación de cualquier nexo que se quiera establecer entre dos naturalezas que en lo esencial difieren, como el que ve en la reciprocidad la piedra angular de la moral. Ahora bien, las neuronas espejo no son sólo propias del hombre, pero sí la vergüenza. Los animales no tienen ninguna noción ideal de sí mismos, por lo que nunca pueden sentirse inferiores a sí mismos. Todo aumento de su energía hará que su actividad tome un curso expansivo, mientras que toda disminución causará que se replieguen. Sin embargo, en el hombre el afecto de vergüenza es puramente mental y no opera en función de lo que llamamos estados de ánimo, como la alegría o la tristeza circunstanciales, sino de la memoria y el juicio comparativo entre lo mejor y lo peor.
Podemos verlo en el ejemplo de un animal fuertemente humanizado como el perro. Si un can cree que ha hecho algo mal, mostrará sumisión a su amo (es decir, hacia su voluntad omnímoda, medida de lo bueno y de lo malo), nunca arrepentimiento respecto al hecho en sí ni, por consiguiente, respecto a su relación con el hecho. Su vínculo con el deber es de estricta imitación, sin que se dé por ello interiorización consciente del mismo. Sabe y aprende a anticipar que lo bueno conlleva el bien (la satisfacción y el premio de su amo) y lo malo el mal (su enfado y el necesario castigo), no obstante "bien" y "mal" sean para él categorías vacías, intercambiables y por completo dependientes de la oportunidad y el mandato externo. Un relativista no es en este sentido muy distinto a un perro, salvo en lo concerniente a la honestidad, en la que el perro lo derrota.