En los escritos de Dashiell Hammett hay algo que a primera vista parece liviano, quizá porque hay mucho de teatral en ellos. Y me refiero con esto a la abundancia de diálogos, a las descripciones someras y continuadas que indican todos y cada uno de los gestos de los personajes, a una especie de transparencia cándida que puede confundir, hacer pensar que se trata de relatos frágiles, sustentados en poca literatura, en un envoltorio de palabras que vuelan fácilmente. Sin embargo, nada indica que Hammett sea un mal escritor, un autor con pocas artes, con limitado talento. Y es que la clave está en ver que opera por sustracción, que se guarda mucho y muestra solo lo esencial, porque intenta transmitir sin trampas, sin aderezos vanos, con la mayor sinceridad que puede alcanzar la ficción narrativa. Y lo logra, lo logra plenamente, casi mágicamente, diría, porque no es nada fácil escribir con tal desnudez, con tal justeza, con tal precisión. Cuando relees a Hammett comprendes que es uno e inimitable, y un maestro del arte de narrar. La llave de cristal es una épica historia de ricos, poderosos y buscadores de la verdad que sigue siendo tan importante como la consideraron autores de la talla de Gide y Malraux porque no se ha dejado nada por el camino, no ha envejecido y es un ejemplo de por qué es mejor la literatura sin adiposidades, sin excesos, sin el ego del escritor dominando neciamente sobre el texto. La amistad entre dos hombres, eso que tan bien contó más tarde Chandler en El largo adiós, pocas veces se ha mostrado con tanto respeto, tanta pulcritud, tanta nobleza. La búsqueda de la verdad, caiga quien caiga, pocas veces se ha llevado por caminos tan bien trazados, tan diáfanos y tan reciamente comprometidos. La denuncia del sistema capitalista y de sus lacras pocas veces se ha contado tan bien ahondando en las contradicciones, los deseos espurios, la necesidad de aparentar y de alzarse por encima de los semejantes. Hammett no utilizó la novela negra para ligarla a sus intereses, sino que la novela negra nació con Hammett: fue la plasmación más alta de para qué se inventó este género, qué horizontes prometái, qué mentiras podía dinamitar, qué retos atractivamente ofrecía. Ned Beuamont es un gran personaje, un personaje mítico, así como Paul Madvig, claro ,tanto tiempo después, pero además son personajes que le resultarán cercanos a cualquier lector, porque en esa aparente liviandad del estilo de Hammett supo insertar este algo que los que vinieron detrás no consiguieron apenas: la verosimilitud, la debilidad humana, la fe humana en lo que se hace, el temor humano por lo que quizá ocurra si fallan las fuerzas o la suerte. Ese es el gran secreto de Hammett, lo casi mágico de este escritor inmortal: al apartar al héroe, al esquivar las servidumbres de lo épico y lo idolátrico creó a seres que están en sus novelas y tienen la fuerza de quijotes, lazarillos, hamlets, karamázovs. Ahí es nada.
En los escritos de Dashiell Hammett hay algo que a primera vista parece liviano, quizá porque hay mucho de teatral en ellos. Y me refiero con esto a la abundancia de diálogos, a las descripciones someras y continuadas que indican todos y cada uno de los gestos de los personajes, a una especie de transparencia cándida que puede confundir, hacer pensar que se trata de relatos frágiles, sustentados en poca literatura, en un envoltorio de palabras que vuelan fácilmente. Sin embargo, nada indica que Hammett sea un mal escritor, un autor con pocas artes, con limitado talento. Y es que la clave está en ver que opera por sustracción, que se guarda mucho y muestra solo lo esencial, porque intenta transmitir sin trampas, sin aderezos vanos, con la mayor sinceridad que puede alcanzar la ficción narrativa. Y lo logra, lo logra plenamente, casi mágicamente, diría, porque no es nada fácil escribir con tal desnudez, con tal justeza, con tal precisión. Cuando relees a Hammett comprendes que es uno e inimitable, y un maestro del arte de narrar. La llave de cristal es una épica historia de ricos, poderosos y buscadores de la verdad que sigue siendo tan importante como la consideraron autores de la talla de Gide y Malraux porque no se ha dejado nada por el camino, no ha envejecido y es un ejemplo de por qué es mejor la literatura sin adiposidades, sin excesos, sin el ego del escritor dominando neciamente sobre el texto. La amistad entre dos hombres, eso que tan bien contó más tarde Chandler en El largo adiós, pocas veces se ha mostrado con tanto respeto, tanta pulcritud, tanta nobleza. La búsqueda de la verdad, caiga quien caiga, pocas veces se ha llevado por caminos tan bien trazados, tan diáfanos y tan reciamente comprometidos. La denuncia del sistema capitalista y de sus lacras pocas veces se ha contado tan bien ahondando en las contradicciones, los deseos espurios, la necesidad de aparentar y de alzarse por encima de los semejantes. Hammett no utilizó la novela negra para ligarla a sus intereses, sino que la novela negra nació con Hammett: fue la plasmación más alta de para qué se inventó este género, qué horizontes prometái, qué mentiras podía dinamitar, qué retos atractivamente ofrecía. Ned Beuamont es un gran personaje, un personaje mítico, así como Paul Madvig, claro ,tanto tiempo después, pero además son personajes que le resultarán cercanos a cualquier lector, porque en esa aparente liviandad del estilo de Hammett supo insertar este algo que los que vinieron detrás no consiguieron apenas: la verosimilitud, la debilidad humana, la fe humana en lo que se hace, el temor humano por lo que quizá ocurra si fallan las fuerzas o la suerte. Ese es el gran secreto de Hammett, lo casi mágico de este escritor inmortal: al apartar al héroe, al esquivar las servidumbres de lo épico y lo idolátrico creó a seres que están en sus novelas y tienen la fuerza de quijotes, lazarillos, hamlets, karamázovs. Ahí es nada.