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De esos amigos que engordaron mientras otros las pasábamos putas o, hablando mal y pronto, ejercíamos de tales, y con los que Frank White, el Rey de Nueva York, ajustará cuentas a su debido tiempo, se dio el caso de uno que, fruto de un descuido imperdonable, fruto amargo, me envió, solo tres días después de que Manuela rescindiera nuestro contrato, un mensaje de correo electrónico cuyo destinatario, como enseguida leerás, no era David González, sino otro escritor muy amigo suyo. Si yo fuera un hijo de puta, un auténtico hijo de puta, ese correo sería ahora mismo el tema o la tendencia del momento en las redes sociales, al menos entre los amigos y conocidos comunes. Lo hundo en la miseria. Por suerte para este amigo, no lo soy. Un hijo de puta. Como tampoco un chivato. Sus confabulaciones literarias, y sus palabras burlescas y despectivas sobre otro escritor al que no tengo el disgusto de conocer, a las que hace referencia en el citado mensaje, están a salvo de cualquier indiscreción por mi parte. No así su juicio, sesgado y tendencioso, falso, o eso creo, sobre mi persona. Que es: