David Monteagudo. Fin

Publicado el 26 octubre 2010 por Kaplan
Acaba de aparecer en las librerías Marcos Montes, la nueva novela de David Monteagudo. Poco tiempo ha pasado entre la publicación de Fin, el gran éxito de ventas que le dio a conocer, y este segundo libro. Ya anunció el escritor en diversas entrevistas que tenía más obras guardadas en los cajones. Ignoro si ésta que aparece ahora se cuenta entre aquellas o ha sido concebida tras Fin; supongo que lo sabremos en breve. De momento, aquí refloto una reseña que escribí recientemente de su primera novela.
Reseñar un libro con cierto retraso ofrece la oportunidad de confrontar las propias opiniones con aquellas que sobre él se han ido vertiendo anteriormente. De Fin, la novela de David Monteagudo, se ha dicho, por ejemplo, que compone una extraña mezcla de género fantástico y realismo, una apreciación más que curiosa. Lo extraño de una mixtura semejante quizá se encuentre en los ojos del reseñador, a quien probablemente lo que le sorprende es la posibilidad de que una narración de origen fantástico cuente con tratamientos y profundidades que estén a la altura de cualquier novela realista. Y sin embargo, existen incluso subgéneros edificados enteramente sobre uniones semejantes, por ejemplo el realismo mágico, el cual desde su propia definición se declara, ya de antemano, culpable.
Se han buscado también referentes directos, y hasta parecidos razonables con algunas obras de otros escritores. Confieso que, gran admirador de Cormac McCarthy como soy, no veo puntos de encuentro entre éste y la obra de Monteagudo más allá de su carácter post apocalíptico y su argumento itinerante, características, por otra parte, repetidas no sólo en La carretera, que parece ser la única novela escrita por McCarthy reivindicable en este momento, sino en otra docena de novelas de ciencia ficción a las que nadie menciona. Es cierto que hay descripciones de lo agreste tremendamente potentes, pero no hace falta recurrir al norteamericano para aparentar tales semejanzas, menos aún por cuestiones de moda. Se ha citado también La piel fría, la excelsa novela de Albert Sánchez Piñol con la que Fin puede que comparta circunstancias (un inesperado éxito autóctono -esto es, español- elaborado a partir de un vigoroso elemento fantástico), pero más allá de eso, no hay paridad ni en temática ni en maneras.
Sí coincido, sin embargo, en una similitud cuya propuesta ha sido mayoritaria. El Jarama, la obra con la que Rafael Sánchez Ferlosio ganó el premio Nadal en 1955, es una referencia que, esta vez sí, tengo que reconocer pesante en Fin, intensamente en sus primeras páginas, de forma más diluida en las siguientes. En menor medida por el papel protagónico de la Naturaleza, tan presente que resulta ominosa, pero sí por argumento y temática. Aunque la novela de Monteagudo aborda el post apocalíptico inmediato, aunque la utilización de presupuestos fantásticos pudiera condicionarla como literatura de género, es el elemento realista el que aporta el carácter más literario. Éste, sin duda, parte de la cohabitación entre el retrato generacional y el estudio psicológico de sus personajes. Fin, sin llegar a instituirse del todo en novela social, como lo es la de Ferlosio, sí utiliza algunas de sus premisas formales, como por ejemplo el protagonismo colectivo, la narración alterna en tercera persona y un predominio del diálogo sobre la descripción, elementos todos característicos de gran parte de la narrativa española de los años 50.
Reconozco, por tanto, la influencia que El Jarama ha podido ejercer en la escritura de Fin, y me arriesgo además a presentar una referencia de propio cuño, la cual, me temo, no va a ser muy literaria. Porque si he de echar mano de un símil válido, que sirva de pista a los posibles lectores sobre qué encontrarán en este libro, no tengo más remedio que recurrir al medio televisivo. Si están pensando que eso va en detrimento de la parte literaria, olvídenlo. Las bondades de Fin en ese aspecto son muchas y diversas, pero el hecho diferenciador, el sello distintivo de la novela, dimana de la construcción narrativa, del bien trabajado suspense, de la intriga construida en torno a un misterio de proporciones gigantescas pero conformado por misterios más pequeños, por un conjunto de enigmáticas sub-tramas cuya engarzada continuidad invita a una lectura convulsa y se convierte en una fuente de adicción inmediata. Una característica perfectamente válida para definir también, y he aquí la referencia que propongo, la serie televisiva Perdidos, el hito de la nueva narración catódica del siglo XXI. Se trata de una coincidencia que prueba, una vez más, que la posmodernidad no sólo ha logrado conectar géneros, sino también medios, intercambiando influencias y modos creativos.
Pero volviendo a la novela, sorprende la habilidad con la que Monteagudo se bate tanto en el terreno conceptual como en el narrativo. Sutilmente, suma pequeños capítulos narrativos, escenas y diálogos concretos con los que va hilvanando ambas tramas, la psicológica y la fantástica, colocando siempre el acento en lo extraño. Antes de que el elemento de género se imponga, es decir, bastantes páginas después del misterioso parpadeo nocturno que aísla a los protagonistas, Fin transcurre por derroteros realistas, aunque envueltos en una atmósfera misteriosa y desasosegante. En un principio, la narración parece apuntar hacia la novela generacional. El reencuentro del grupo de amigos, 25 años después del hecho conmemorado, cuenta con detalles suficientes para ganarse tal consideración. Pleno de diálogos, con una marcada personalidad propia, autóctona, aunque alejada del costumbrismo, el texto hace un recorrido sutil por muchos de los tics culturales y el modo de vida de los cuarentones modernos, esa nueva burguesía enganchada a sus caros juguetes tecnológicos y en perpetua adaptación a la nueva cultura de valores globalizada. Indicios y síntomas del estado del bienestar tan identificables como los teléfonos móviles de última generación, los enormes automóviles 4x4, el manejo de Internet o las nuevas fobias sociales nacidas de la inmigración hacen acto de presencia en los hechos y conversaciones protagonizados por el grupo de amigos. Debido al reconocimiento especular, la identificación del lector se hace inmediata.
El muestreo sociocultural que configuran los personajes no sólo tiene valor por sí mismo, sino que además ejerce su propio papel como potenciador de la intriga, la cual conforma, junto con el profundo tapiz psicológico, el núcleo de esta obra. Ese grupo de antiguos amigos ha cambiado, no son los mismos de antaño, y Monteagudo sabe reflejarlo en la narración con destreza. Las pequeñas divergencias de entonces, potenciadas por el paso del tiempo, esos pequeños o grandes cambios ejercidos por la vida sobre sus antiguas personalidades, están muy presentes, y el autor sabe evidenciarlos con sutilidad, en comentarios jocosos intercambiados por algunos personajes en busca de una complicidad que ya no tiene lugar, en discusiones políticas expresadas en un tono quizás demasiado elevado... Este comienzo de novela, en todo caso, no sólo retrotrae a El Jarama, sino también a todos sus allegados generacionales, que son muchos y de diferentes medios, como, por ejemplo, la obra de teatro Los 80 son nuestros, de Ana Diosdado, o la película de Lawrence Kasdan titulada Reencuentro.
El elemento realista, pues, marca la pauta desde el principio, pero es más adelante, tras la aparición del elemento fantástico, cuando multiplica su rendimiento narrativo. Un suceso inexplicable transforma el relato de un reencuentro en una historia de supervivencia y da el pistoletazo de salida a los enfrentamientos dialécticos y a las revanchas personales que alimentan a la narración. Monteagudo logra, con su desarrollo, retratar a una generación, la que se halla en estos momentos en la cuarentena, educada en valores añejos y, sin embargo, obligada a adaptarse a los bruscos cambios sociales y morales dimanados de la democracia y la globalización. Del machista intolerante con la homosexualidad al homosexual que se niega a “salir del armario” o a la mujer reivindicativa pero insegura; distintos aspectos de esta generación intermedia son puestos a prueba por las excepcionales circunstancias del fin del mundo.
El elemento de ciencia ficción ejerce sólo de disparador, ni siquiera se ofrecen pistas de su naturaleza, y sin embargo son sus consecuencias las que dan origen a la trama. Su importancia es por tanto crucial, ya que sin él tampoco habría novela de caracteres. Si bien la falta de explicación y la naturaleza sencilla del fenómeno lo colocan cerca del What if? (¿qué sucedería si todas las personas desaparecieran misteriosamente de la faz de la Tierra?), los hechos posteriores apuntan hacia un representante clásico de la ciencia ficción: la lucha por la supervivencia de unos cuantos tras el fin de la Humanidad. Ese hecho extraño actúa, además, como potenciador del omnipresente halo terrorífico, que pasa a impregnar la atmósfera de la narración en el entorno que menos le favorece, al descubierto y a plena luz del día, con notable éxito. La presencia casi fantasmal de un oscuro personaje rebequianamente ausente, el Profeta, el amigo al que hace 25 años gastaron todos una terrible broma que ahora se niegan a relatar, se cohesiona con esa suerte de reseteo nocturno con el que la Naturaleza parece haber extirpado de la faz de la Tierra al resto de la Humanidad, ejerciendo en el lector un efecto de desasosiego que se va acrecentando tras una sucesión de momentos narrativos extraordinariamente detallados.
Persiguiendo una explicación para el fin de la Humanidad, los personajes se han de enfrentar a su propio fin, pero especialmente a sus recuerdos y a las nuevas respuestas que estos provocan bajo sus personalidades adultas. Los remordimientos, la broma perpetrada al Profeta y el fin del mundo, tres elementos aleados en perfecta unión, constituyen el motor de lo terrorífico, pero es el escenario diurno, esa Naturaleza opresiva tan bien descrita, lo que produce el efecto numinoso en la narración. Monteagudo acompaña los diálogos con descripciones del paisaje siempre diáfanas, carentes de emotividad, afilando así el tono de extrañamiento general. El ritmo no decae en ningún momento, y es llevado en volandas por un suspense narrativo tan intensamente expuesto que logra que la novela se convierta en un absorbente pasapáginas.
La peripecia externa de los personajes está tan bien desarrollada como su carácter interno. La fusión de amenazas constituye el émbolo de empuje de los acontecimientos, pero es el desarrollo de éstos, especialmente el enfrentamiento del grupo con una Naturaleza no sojuzgada por los humanos, el elemento crucial que inocula en la lectura tanto o más desasosiego que las causas. El único momento en el que la pluma del escritor parece vacilar es, precisamente, en su primer encuentro con el peligro invisible, una ocasión innecesariamente prolongada en la que el estilo de Enid Blyton parece reencarnarse en el texto, añadiendo demasiadas puertas a la inspección rutinaria de una casa en el monte. Con esa salvedad, el resto de capítulos narrativos son memorables, especialmente aquél en el que se desarrolla la progresiva transformación de un par de inocentes galgos en una jauría pavorosa, una imagen escalofriante conducida con gran destreza.
En lo meramente formal, cabe señalar algún hecho insatisfactorio, como esa reiteración cansina del “dice”, más propia de otras lenguas, y alguna equivocación puntual con los nombres de los personajes, algo más habitual de lo deseable en algunas obras de protagonismo coral (por retomar la novela social, recuerden al cerillero de La colmena), pero también hay que mencionar algún acertado intento de originalidad, como esos primeros párrafos en tiempo pasado que introducen al lector directamente en la historia, escrita a partir de entonces en tiempo presente, como si de un “erase una vez” inverso se tratase. Lo cierto es que Monteagudo maneja bien los principales componentes de la narración: personajes, ritmo, suspense y trama, de tal manera que, para cuando el lector se quiere dar cuenta, ya se ha plantado en la última página. El cierre de la historia, que algunos han declarado imperfecto, es, para mi gusto, redondo. Quizá no desvele demasiado del gran misterio, una obligación que procede más del deseo del lector que de la norma literaria, pero completa la trama interna mediante el aporte de una imagen magnífica.
Tras su lectura, no cabe sino afirmar que Fin, el estreno literario de David Monteagudo, es una novela magnífica; una novela, no tengan duda, de ciencia ficción. De su apasionante lectura se puede extraer, además de la consabida satisfacción literaria, la conclusión de que la normalización del género, su integración en el mercado general, ha revertido, tal y como se esperaba, en buena calidad y una mayor diversidad. Su éxito de ventas (debe de ir ya por la séptima edición "auténtica", ha sido vendida a otros idiomas y sus derechos para el cine han sido adquiridos por Alejandro Amenábar) es una prueba más de que sí hay sitio para los libros de ciencia ficción más allá de las fronteras habituales del género. Sólo hay que ser más exigente con la calidad literaria y menos nacionalista, temáticamente hablando. Es una lástima que algunos de los nombres que cabría esperar no estén ahí, pues escritores como Monteagudo, Piñol o Somoza están demostrando la realidad de un mercado abierto. La ciencia ficción, allende nuestras fronteras y dentro de ellas, ha llegado a la meta. Ahí está, y esperemos que ahí continúe, dando frutos como Fin.
Texto publicado anteriormente en Prospectiva.