Esta es una novela dura, negra, muy negra, con mucha violencia al final y unos crímenes horrendos, con palizas de policías innombrables, asesinatos de niñas, sangre y mucha muerte: una novela que no cuenta para entretener tan solo, que involucra, que aplasta en el sofá, que mancha los ojos. Forma parte de una tetralogía y está escrita por un autor que sintió inspiración y necesidad tras leer a James Ellroy y contagiarse de su estilo cortante, afilado, abrupto, poético con vidrios rotos dentro, alucinado con rojos y amarillos que ciegan, un estilo despojado y tan preciso como el canto de una piedra rodada. Y cuenta la historia de un periodista que va a ver cómo se hunde en una investigación mutilada, manipulada, conducida y reconducida, pesadillesca en torno a los asesinatos de unas niñas y tras la pista de un asesino huidizo, mutante. La novela se mantiene gracias a este estilo, al nervio y a la rabia, al impulso frenético del narrador, ese periodista que se lo juega todo por llegar no a saber la verdad, sino a estar ante ella, a tocarla. Y cuando se rompe el dique y la violencia se desata, nadie queda a salvo, nadie escapa a un puñetazo, a un disparo, a una patada: la tragedia griega, la tragedia shakesperiana vienen a plantarse en el centro de la historia y no hay más que aguardar a que caigan fichas y personajes, a que el dolor inunde las miradas, destroce dedos y vidas, cercene, inutilice, destruya. Esta novela es un estallido y una catarsis, eso que los amantes de la novela negra de verdad comprenden y esperan sabiendo que la literatura es en ocasiones un pozo oscuro al que no puedes hurtarle la mirada.
Esta es una novela dura, negra, muy negra, con mucha violencia al final y unos crímenes horrendos, con palizas de policías innombrables, asesinatos de niñas, sangre y mucha muerte: una novela que no cuenta para entretener tan solo, que involucra, que aplasta en el sofá, que mancha los ojos. Forma parte de una tetralogía y está escrita por un autor que sintió inspiración y necesidad tras leer a James Ellroy y contagiarse de su estilo cortante, afilado, abrupto, poético con vidrios rotos dentro, alucinado con rojos y amarillos que ciegan, un estilo despojado y tan preciso como el canto de una piedra rodada. Y cuenta la historia de un periodista que va a ver cómo se hunde en una investigación mutilada, manipulada, conducida y reconducida, pesadillesca en torno a los asesinatos de unas niñas y tras la pista de un asesino huidizo, mutante. La novela se mantiene gracias a este estilo, al nervio y a la rabia, al impulso frenético del narrador, ese periodista que se lo juega todo por llegar no a saber la verdad, sino a estar ante ella, a tocarla. Y cuando se rompe el dique y la violencia se desata, nadie queda a salvo, nadie escapa a un puñetazo, a un disparo, a una patada: la tragedia griega, la tragedia shakesperiana vienen a plantarse en el centro de la historia y no hay más que aguardar a que caigan fichas y personajes, a que el dolor inunde las miradas, destroce dedos y vidas, cercene, inutilice, destruya. Esta novela es un estallido y una catarsis, eso que los amantes de la novela negra de verdad comprenden y esperan sabiendo que la literatura es en ocasiones un pozo oscuro al que no puedes hurtarle la mirada.