Los veinte minutos de The immigrant comienzan con el agitado viaje de unos desharrapados rumbo a Norteamérica. Uno de los pasajeros (Charles Chaplin) se ve atraído por una joven (Edna Purviance) que viaja en compañía de su madre, apenadas por haber perdido el poco dinero que guardaban. Chaplin, que no sin pocos riesgos ha desplumado, sin sospecharlo, al desencadenante de la tragedia, le entrega parte de las ganancias a la muchacha sin que ella lo advierta, lo que propiciará un pequeño malentendido. Cuando arriben en la tierra de la libertad cada uno tomará su camino, hasta que una moneda caprichosa los vuelva a juntar en un restaurante. Un artista (Henry Bergman), que se fija en ellos mientras devoran un menú de guisantes y café, les contrata para trabajar en el mundo del espectáculo, y salva al joven protagonista de ser vapuleado por la plantilla de camareros. Los enamorados atravesarán juntos la puerta del futuro.
Es asombroso cómo con un gesto (que el cazatalentos encuadre a la pareja con los dedos), una mirada (la de los viajeros al horizonte neoyorquino) o una fugaz visión de un objeto (la Estatua de la Libertad, un brillo metálico, un pañuelo), Chaplin cuenta todo de sus personajes, de sí mismo, de su pasado y el porvenir soñado. La distancia física de la cámara, la equivalente a la moral de los ojos del espectador, en las escenas del comedor, o saber que fue la moneda que da origen a la segunda parte del cortometraje el punto de partida de un guión que debió inventar un antes para dar veracidad, vida, al encuentro fortuito, remarcan la grandeza del realizador, uno de los elegidos para la gloria. Nadie unió comedia y tragedia en una pantalla, un personaje, como Chaplin. Mientras el mundo luchaba por ser libre, él lo hacía por dibujar sonrisas. Y por llenar sus arcas. ¿Un objetivo reprobable?
En 1918, la First National puso un millón de dólares encima de la mesa y pasó a distribuir sus largos. Aquel joven que había crecido entre el hambre, el frío y la severa disciplina de los internados británicos, se había convertido en un loco que pronto tomaría las riendas del manicomio.
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 4 títulos de C. Chaplin: The gold rush (La quimera del oro, 1925); City lights (Luces de la ciudad, 1931); Modern times (Tiempos modernos, 1936) y Monsieur Verdoux (1947).