Encerrando a sus disfuncionales personajes en un apartamento-taller parisino siempre atestado, de paredes tentaculares de las que nadie escapa, Maurice Pialat coloca la cámara con vocación entomológica, mostrando las acciones y reacciones sin entrar en juicios, aunque su irrupción en la pantalla te hace sentir la incomodidad del voyeur que puede participar del curso de los acontecimientos con sólo desearlo, del escritor que maneja los hilos a su antojo como único conocedor que es de lo que vendrá. Es el director al ser actor y desaparecer en mitad de la trama el que condena a entenderse a la troupe. El espectador, cuando termina la proyección, lamenta no haber podido modificar el guión y hacer feliz a Suzanne.
En medio de la incomprensión y el autoritarismo, de más histeria que besos, pese a lo podríamos presuponer al leer su título, Sandrine Bonnaire, que debutaba como protagonista con una rotundidad pocas veces vista, le regaló a Pialat, apasionado vocacional del arte como demuestra en sus comentarios sobre el Picasso pirápico -el crítico hermano de su nuera no es sino él fuera de cuadro-, una escena llena de talento y frescura, la del hoyuelo sonriente, y que desconocemos si tuvo su replica en, o fue respuesta a, la bofetada que el director propinó a la indefensa mujer/actriz.
Van Gogh (1991), retrato de los días finales del pintor, fue señalada en su estreno por la crítica como la obra maestra del director francés. Se equivocaban en la elección del artículo: olvidaban a À nos amours.
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detalla 1 título de M. Pialat: Loulou (1980).