En el Upper East Side de la Gran Manzana, el matrimonio Kitrredge, Flan y Ouisa (Donald Sutherland y Stockard Chaning), marchantes dueños de un Kandisky doblemente original -caos, control, caos, control- y que opinan que el dinero a veces es un estorbo, se encuentran negociando una nueva operación millonaria con su amigo Geoffrey Miller (Ian McKellen) cuando reciben la sorprendente visita de un joven y hermoso afroamericano, Paul (Will Smith), asaltado y apuñalado en Central Park que se presenta como compañero de estudios de sus hijos y conocedor de su bondad. Encantados por las buenas maneras, sus artes culinarias y literarias (habla de El guardián entre el centeno con crítica pasión) y su ascendencia paternal (¡es hijo del mismísimo Sidney Poitier!), le dan cobijo hasta la mañana siguiente, en que se despiertan con su promiscua homosexualidad. Pero no son los únicos invitados a tan extravagante y exclusiva historia, y, entre copas en galerías de arte, reuniones con los vástagos universitarios y cenas confidenciales, observaremos al embaucador y sus embelesos, descubren la delgada línea que separa la monotonía de la vida placentera, que a Paul no le importa dejar cadáveres por el camino, que Ouisa quiere conservar las experiencias, sentir la vida, antes que el Arte.
En Six degrees of separation (Seis grados de separación, 1993), el directo australiano Frederick Alan Schepisi, con notable uso de los flashbacks, dirección artística y casting -mención especial a la insatisfecha mujer que ya había interpretado Stockard Channing en Broadway y al osado chapero de refinados modales de Will Smith, sosias sin peros y primer papel importante para la gran pantalla, a años luz de los blockbusters con que subiría su caché-, muestra la voracidad de una sociedad, culpable en su intimidad, en la que vales tanto como tus contactos, ahonda en la plenitud del fracaso, como es más fácil llegar al corazón de algunas personas que cruzar las puertas del éxito. De atmósfera plácida e hipócrita, de interiores que parecen nacidos para el cine y por el cine, a pesar del poso de teatro en las puestas en escena, sin artificios extravagantes, logra tallar un diamante exclusivo y soberbio, un Paul que antes de la irrupción de las cibernéticas redes sociales necesito un par de ridículos saltos para hacerse irrepetible y amado.
Fascinante viaje de la nada a la nada, de la delicadeza y gracia de una palmada a las pinturas sagradas de la Capilla Sixtina, de la flaqueza repentina del jugador ante la marcha irresistible del eterno partenaire, del divertimento de caminar siendo, sintiendo, una piel distinta.
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detalla 1 título de F. Schepisi: The chant of Jimmie Blacksmith (1978).