Con el Léon de Venecia bajo el brazo, el showman Takeshi Beat Kitano presentaba la obra que le abriría las puertas del firmamento: Hana-Bi (Hana-Bi. Flores de fuego, 1997). Escrita, dirigida y protagonizada por él mismo, nos presentaba a un agente que se movía entre la violencia desconcertante, rápida, algunos dirían que gratuita, y la hilaridad y el disparate con retardo, práctica más propia del cine mudo de los inicios que del acontecer vertiginoso del contemporáneo, o fuera de cuadro. Jugando con los saltos en el tiempo, troceando los hechos -¿un homenaje a Kubrick y The killing (Atraco perfecto, 1956)?; el personaje principal, ¿al poli corrupto y al barman en busca de la medicina milagrosa?-, de una plasticidad asombrosa (las pinturas, cotidianas y familiares o floridas y surrealistas, del suicida Horibe son las que realizó tres años antes el director cuando, convaleciente tras sufrir un accidente de moto, se replanteó su carrera, su existencia; Kitano desdoblado, mostrándonos sus pinceles y su yo más resistente al dolor), el autor nos hace cómplices de una fuga, de una escapada sin solución, desenlace que nos ahorra el plano que los ojos sin pestañas ya habían descubierto en Sonatine (1993). Y es en ese sonido repetitivo no acompañado por su correspondiente encuadre, sino por un cielo limpio y la mirada de la inocencia, la de la niña que corretea por la arena de la playa intentando hacer volar una cometa con sobrepeso (la carga que el padre liberará, pues se trata de la hija del propio Kitano; otra complicidad particular) cuando hablar de la poesía de la violencia cobra todo su sentido: no nos ha ahorrado los rostros magullados o los cuerpos pateados, el gesto de rabia que aparece de repente para el recibe, sea protagonista en la escena o en la sala de visionado, pero elude la muerte de la inocente, del culpable a su pesar, hombre agotado, cansado de luchar contra el crimen y la enfermedad, ciudadano vulgar al que cualquier acto banal le sale tan accidentado (el disparo de una fotografía, el festejo de unos fuegos artificiales, el paseo por los jardines zen) como desenfundar con rapidez una pistola (y producir otro tipo de disparo).
Los seguidores del árido Sam Peckinpah, que habían elevado al trono más alto a Abel Ferrara o Quentin Tarantino, aplaudían al nuevo emperador. Takeshi Kitano y su ritmo desesperanzado estaban en plena eclosión y el cine se rendía, con estupor y temblores, a la mafia, al nihilismo, a la melancolía, a la belleza atropellada que crecía a la sombra del monte Fuji.
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan titulos de T. Kitano.