Rota la tregua que les permitió reunirse, muerto el instigador de la revuelta y tras la pérdida de Cleon (Dorsey Wright), cabecilla del grupo, The Warriors tienen como objetivo refugiarse en sus calles (la desoladora visión de la costa atlántica y su parque de atracciones -la infancia rota- irá acompañada de una queja -Quiero largarme de aquí- en contraposición al grito final -¡El mar, el mar¡- de la clásica narración griega), y el esclarecimiento de los hechos, tras constatar que han sido injustamente acusados del asesinato. Bajo las órdenes de su jefe de guerra, Swan (Michael Beck), con la oposición inicial al liderazgo de su compañero Ajax (James Remar), atravesarán avenidas desiertas, correrán por parques y cementerios que les son ajenos, zonas que no les pertenecen, peligrosas por tanto, y huirán de policías y otros grupos perseguidores tan radicales como ellos (los Turnbull AC's; los Orphans, con la tentadora y volátil Mercy (Deborah Van Valkenburgh -estupenda actriz cuya entrega en el rodaje le originó una fractura de muñeca, convenientemente disimulada con una chaqueta, lo que la convertiría en un personaje menos duro, más frágil y vulnerable, de corazón tierno y previsible redención, no un trofeo); los Baseball Furies, con sus bates y caras pintadas; las lascivas Lizzies; los Punks, patinadores uniformados con pantalones con peto-), hasta tomar el metro que les lleve a casa. Con el amanecer, y la aparición de los desleales Rogues, los hechos se esclarecerán. La disc-jockey nocturna de una radio alternativa hará la labor del escritor omnisciente, del coro griego, y habrá añadido música e información a la tragedia. Nadie derramará una sola lagrima por los muertos (víctimas que bien por inocencia, prepotencia o verborrea maltratadora, no serán tampoco lloradas por el espectador). La vida continúa. Quizá al otro lado del océano.
Mal entendida en su época por todos (los pandilleros que se cruzaban a la salida de los vestíbulos de los cines no dudaban en enfrentarse y originar el caos; el futuro presidente de los USA, Ronald Reagan, se declaró fan de la película, anticipo de su espíritu luchador), mucho se criticó su instigación a la rebelión, en vez de alabar su reflejo de la realidad juvenil más precaria. Boulevard nights (Noches de bulevar, 1979), Over the edge (En el abismo, 1979), Walk proud (1979) o The Wanderers (Las pandillas del Bronx, 1979), de Philip Kaufman, la única que arañó algún dólar a la millonaria taquilla, de América a Europa, de la obra maestra de Walter Hill, sumaron cantos a la epopeya. The Warriors se había convertido en un fenómeno cinematográfico que no dejaba indiferente a nadie, que revelaba la fractura entre padres e hijos y que llegaría al siglo XXI en forma de violento videojuego. Y es que con reclamos del tipo: “Si se encuentra con ellos, retroceda, corra, huya ¡son los amos de la noche!”, ¿que adolescente no querría formar parte de los ejércitos del miedo?
En la década de 1970, las grandes ciudades norteamericanas eran un hervidero de bandas, drogadictos, delincuentes y macarras que se erigían en los auténticos dueños de las calles. El control tribal se vestía con armas y ropas distintivas. En la década siguiente, los lobos se enfundaron en trajes con corbata y portaban maletines y agendas, pasearon por Wall Street, (New York, otra vez, New York) y se hicieron con el control económico del mundo. Algunos los advirtieron y lo llevaron a la pantalla. No Walter Hill, que volvió a los peligros de los arrabales en Streets of fire (Calles de fuego, 1984), para dejar constancia que, tras The Warriors y sus aportaciones al monstruoso Alien, había perdido la gracia del cine.
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de W. Hill.