+ DE 1001 FILMS: 1086 - Dare mo shiranai

Publicado el 06 febrero 2011 por Alfonso

Partiendo de un hecho real que aconteció en la capital japonesa a finales de la década de 1980, el abandono de unos hijos menores de edad por su madre y la tragedia que hizo que se descubriese esta negligencia, Hirokazu Kore-eda entrega Dare mo shiranai (Nadie sabe, 2004), una escenificación libre y pausada que libra al espectador de toda la truculencia del caso, como no podía ser de otro modo tratándose de un hombre de su sensibilidad, lo que no evita que el espectador se levante de la butaca con desconsuelo y pesares.
Heredero directo del río de superficie de aguas tranquilas pero rápidas corrientes subterráneas que es el cine de Naruse y la meticulosidad del hipnótico discurso de Ozu, dos de sus compatriotas más destacados en el séptimo arte, Kore-eda confía en unos actores prácticamente vírgenes para desarrollar la historia: Yûya Yagira, como Akira, el hermano mayor, 12 años, que habrá de cuidar y proteger a los pequeños en las largas ausencias de la madre, tan responsable como para no aceptar en ningún momento cruzar definitivamente la delgada línea que separa la miseria del delito, y que realizó un trabajo tan asombroso que le llevó a recibir el premio al mejor actor en el festival de Cannes de 2004; Ayu Kitaura, Kyoko, la chica sensata y generosa; Hiei Kimura, Shigeru, algo torpe y gritón; Momoko Shimizu, Yuki, la más pequeña, la más callada, a la postre, la más desdichada; Hanae Kan, Saki, la amiga desplazada, que soporta el peso del mundo sobre sus hombros y que viene a convertirse en la quinta víctima infantil, (en el suceso real se trataba de una familia de cinco hermanos) y Yū, la estrella pop nipona que interpreta a Keiko, la madre, una mujer enamoradiza, despreocupada como para que le cueste reconocer a los padres de su prole, que busca su felicidad a toda costa, a veces entre el alcohol y los karaokes, y que parece haberse especializado en hacer de progenitora algo despreciable en el cine de Kore-eda (véase Aruitemo aruitemo (Still walking. Caminando, 2008), otra obra maestra de un autor con tendencia a acumularlas).
Con este elenco, y una escena preliminar que entenderemos en su verdadera magnitud sólo cuando lleguemos al final, la cámara nos presenta a una madre que hace una mudanza a un nuevo barrio acompañada de su hijo Akira, y que para ser bien recibida en la comunidad ha encerrado a sus tres hijos más pequeños en sendas maletas. Con el fin de que el engaño sea completo, de que los propietarios del inmueble no objeten ante tanta chiquillería aprisionada en 40 metros cuadrados, habrán de cumplir dos reglas: no alzar la voz y no salir al exterior, ni siquiera a la terraza, prohibición que Giorgos Lanthimos llevará un paso más allá en su aterradora Kynodontas (Canino, 2009). Akira será por tanto el encargado de las compras y del resto de tareas del hogar, y habrá de convertirse en un ángel que cuide de todos cuando la madre desaparezca, lo que cada día es más frecuente. Sin dinero, sin recursos, bondadoso, Akira es demasiado joven para trabajar, para saber expresarse y decirle al vecindario, a los adultos, lo que pasa, escupirles a la cara la ignorancia con la que tratan al prójimo más cercano.
Con reflexión y lirismo, con el pulso firme de los dibujos de Jiro Taniguchi, Kore-eda aborda en Dare mo shiranai la deshumanización de las grandes ciudades, desafección que hemos podido leer en el intransitable México DF de Guillermo Arriaga, la sucia Medellín de Fernando Vallejo, ver en las frías calles del norte de Europa de Lilja 4-ever (Lilya forever, 2002), de Lukas Moodyson, narración que surgió de una abominación similar. Y se hace merecedor de nuestro pláceme al observar como filma la vida, como unas uñas pintadas o un piano de juguete son un calendario perfecto, como la naturalidad, la timidez del ojo grabador, el distanciamiento rohmeriano (también el calor, el lento discurrir de las estaciones, le acerca al cine del autor francés), convierten las imágenes en casi un docudrama, un tratamiento que nos mortificará.
En el cine de Kore-eda los personajes viajan en tren, pero su velocidad no les impide que cuerpo y alma lleguen al destino a un mismo tiempo, y en él nada es casual: si la cámara enfoca los pasos de los niños desde la altura, y entre los árboles en flor, deberemos pensar en el ser supremo y su mirada compasiva pero impasible; si Akira sueña con jugar al baseball, no habremos de olvidar que lo que quiere es anotar un home run; si un frasco de pintalabios mancha la tarima o un gato da un salto desde el alfeizar de una ventana, el corazón nos dará un vuelco. Obviedades, quizá, pero que el director de Tōkyō-to las engarza con una delicadeza de la que hoy carece el cine que llega a las carteleras, lo que hace que su Arte represente un oasis en el que refrescarse cuando tenemos sed.
Dare mo shiranai (Nadie sabe, 2004)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títu1os de H. Kore-eda.