Dividida en dos partes, en la primera, situada en 1960, vemos como Calogero Anello (Francis Capra), un crío de 9 años que vive en Fordham, reducto italoamericano en el neoyorquino Bronx, oscila entre la honestidad y el orgullo que le inculca su padre, Lorenzo (De Niro), conductor de autobuses municipales, la relativa felicidad de su madre, Rosina (Kathrine Narducci), las pillerías de su pandilla y la fascinación por la figura trajeada del dios Sonny (Palminteri), siempre rodeado de secretos y turbios negocios en el bar de la esquina, más temido que querido por su corte de serviciales delincuentes. Cuando el pequeño Calogero se convierte un día en el único testigo de un asesinato a sangre fría habrá llegado el momento demostrar su fidelidad a los hombres del barrio, de hacer algo bueno, aunque sea por un hombre malo. Bajo el auspicio de Sonny, y pese a la oposición del honrado padre, el pequeño terminará por convertirse en el chico de los recados, viendo como el acortar su nombre a C le hace crecer. En 1968, fecha de la segunda parte del film, Calogero (ahora Lillo Brancato, otro admirador del director y de similar verruga labial), se mueve entre los consejos paternos y los paternalismos, las veladas de boxeo y las apuestas en el hipódromo, la lealtad a los amigos y la confusión al descubrir, en uno de los habituales trayectos en autobús en los que acompaña a su progenitor, a Jane Williams (Taral Hicks), una chica alta, guapa, con clase, pero negra, tabú por tanto. Nadie le ha explicado que es difícil ser un santo en la ciudad, por eso cualquier consejo que reciba sobre cómo abordar el futuro será bienvenido, llegue de donde llegue. Como la prueba del coche a la que habrá de someter a Jane, según le indica Sonny, un príncipe maquiavélico al que le cuesta ser confiado.
Si la letra, el entorno, entroncan a A Bronx tale con Angels with dirty face (Ángeles con cara sucia, 1938), de Michael Curtiz, y Godfellas (Uno de los nuestros, 1990), del maestro Scorsese, es este la más clara referencia visual, como lo demuestran los ataques de repentina violencia con fondo cortesía de The Beatles, The Moody Blues o The Jimi Hendrix Experience -en algún caso, una anacrónica, pero bendita, elección-, la ascendencia latina de la práctica totalidad del elenco -aunque ha de tenerse en cuenta que cuando se estrenó Godfellas ya se llenaban las funciones de la obra teatral-, las obvias referencias católicas y los lazos humanos -¿la desaparición de la madre en la la segunda parte es una ausencia por muerte, posible, o fracaso matrimonial, poco probable, o un deliberado hincapié en la nula intromisión de la mujer en el mundo de los hombres? Con su perfecta e idílica recreación de los década de 1960 en las calles del norte de La Gran Manzana, de donde las voces del doo-wop fueron barridas por una ola de cambio y confusión, nos cuenta la eterna historia de cómo el amor sacó del arroyo a otro chico con todos los boletos para no llegar a disfrutar de su vejez Y lo hace con solidez. Con la misma que avanza hacia un final tan irremediable (la muerte) como imprevisible (el desencadenante de la tragedia). Y aunque el final pueda parecer poco halagüeño (al actor que se desenmascara entre las flores lo hemos visto tantas veces lleno de ira que nos llena de pavor), hay una luz en la ventana que nunca se apagará (como se trata de la propia vida de Palmenteri, de verdadero nombre Calogero Lorenzo, ya sabemos el resultado: no malgastó su talento).
Robert De Niro, uno de los nombres más grandes en la historia del cine, lograba la matrícula de honor a las primeras de cambio, la misma calificación que obtendría Chazz Palmenteri, quién todavía hoy sigue contando en los escenarios A Bronx tale, los recuerdos de sus primeros años, la memoria de un barrio, de un tiempo de peligros, en el que los adultos no se fiaban de los jóvenes y estos de quienes no pertenecían a su comunidad. Y por supuesto que se trata de una película de mafiosos: si algunos no lo vieron así fue porque no se fijaron, se fijan, en el nombre que aparecía, y aparece, en el primer rótulo: un milanés de altas miras llamado Berlusconi. Uno de los suyos.
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de R. De Niro.