Con el objeto de conseguir el tejido perfecto, duradero y siempre impoluto, Sidney Stratton (Guinness) no dudará en obtener de manera poco ética los cheques que financien sus experimentos o en aceptar un trabajo que conlleve una merma salarial. Una vez logrado su objetivo, no sin muchos sobresaltos, que Mackendrick dibuja con comicidad, con explosiones más o menos controladas, vasijas, serpentines, matraces, probetas y otros recipientes cuyo contenido bulle entre los agudos bips de la maquinaria de laboratorio, la realidad se impone, y ni el acercamiento de Bertha (Vida Hope), trabajadora de gran fe en los sindicatos, o el beso de Daphne Birnley (Joan Greenwood), la codiciosa hija del jefe de las industrias donde se materializó el sueño, parecen un obstáculo tan importante para frenar el avance: en la vida de todo infatigable investigador no hay lugar para las pasiones terrenales.
Considerada con frecuencia una obra maestra de la comedia negra, junto a Arsenic and old lace (Arsénico por compasión, 1944), de Capra, o Kind hearts and coronets (Ocho sentencias de muerte, 1949), de Hamer, lo cierto es que The man in the white suit se desmarca de éstas, y de otras como Monsieur Verdoux (1947), la siempre olvidada y reivindicable obra de Charles Chaaplin, en que aquí no hay una atmósfera macabra, oscura, sino científica, parodia, a su manera, de las novelas de H. G. Wells con hombres invisibles o máquinas del tiempo, un acercamiento al objetivismo, al enfrentamiento del individuo frente a la masa, un espíritu similar al de los héroes de las novelas filosóficas de Ayn Rand. Se puede decir que, más que negra, se trata de una comedia pesimista, pese a la sonrisa y el andar presuroso del final del utópico Sidney Stratton, de una obra amarga y reveladora, que no duda en unir a patronos y trabajadores en defensa de unos mismos ideales, al obvio estilo de Metropolis (Metrópolis, 1927), la inmortal película de Lang de la que tanto se ha criticado, con harta razón, la connivencia en la secuencia final de unas fuerzas irreconciliables por complementarias; se trata de una sátira sobre el beneficio y la ruina empresarial, sobre la desestabilización de la balanza de los mercados -¡en 1951!-, que utiliza la industria textil como bien podría haberlo hecho con la automovilística -aquí motivo de mofa: “el coche que funcionaba con agua y una pastillita dentro”- u otra.
Hablar hoy de la obsolescencia, de la planificación, duración y caducidad de los productos, no es sino una realidad aceptada por todos: fabricantes y consumidores, empresarios y asalariados, pero inimaginable para el loco del traje indestructible y deslumbrante obligado a correr, un motivo de reflexión entonces y ahora: ¿estamos preparados para los cambios bruscos, los avances tecnológicos?, ¿quién explota el talento a suelto?, preguntas que todavía suscitan agrios debates.
Volviendo al plano puramente artístico: destacar el trabajo de Alec Guinness, que se ganó su Sir con tesón, o de la breve obra de Alexander Mackendrick, escocés nacido en Boston por causas ajenas a su voluntad, que un buen día prefirió las aulas de formación de los jóvenes cineastas en California que negociar con las grandes productoras de Hollywood, puede sonar reiterativo. Es por tanto que la mejor manera de hacer valer sus nombres es enfrentándose a los hechos. Y los hechos son que cuando asoman el actor o el director, que sólo volvieron a coincidir en The ladykillers (El quinteto de la muerte, 1955), otro film de fino humor negro, la calidad de la cinta está asegurada. Véase si no The man in the white suit.
(El hombre vestido de blanco, 1951)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 3 títulos de A. mackendrick: Whisky galore! (1949)*; The ladykillers (El quinteto de la muerte, 1955) y Sweet smell of success (Chantaje en Broadway, 1957).
* En el libro aparece con el título en castellano de ¡Whisky galore!