+ DE 1001 FILMS: 1099 - Nothing sacred

Publicado el 08 mayo 2011 por Alfonso

Para abandonar la sección de necrológicas del diario Morning Star, a la que ha sido enviado tras el escándalo en que un filantrópico sultán (Troy Brown) resultó ser un simple limpiabotas, Wallace Cook (Fredrich March) le promete a su jefe, Oliver Stone (Walter Connolly), un reportaje sin igual: localizar en Warsaw, Vermont, a Hazel Flagg (Carole Lombard), mujer que sufre las consecuencias mortales de una intoxicación por radio. Una vez que nos topamos con una inolvidable galería de lugareños, vemos como el doctor Downer (Charles Winninger) le cuenta a su paciente que erró en el diagnóstico tras las primeras pruebas y que se encuentra sana y con una larga vida por delante. Hazel, que ve como se le escapa la prima de su seguro, con la que había decidido viajar a la ciudad de sus sueños, New York, oculta el hecho y se deja engatusar por el avezado Wallace e ir con él a la Gran Manzana. Una vez en la ciudad de los rascacielos, la enferma imaginaria es agasajada por las multitudes, recibe la llave de la ciudad de manos del alcalde y se convierte en el centro de atención de los salones deportivos y de espectáculos a los que es invitada, hasta que un médico llegado de Europa, el eminente Emil Eggelhoffer (Sig Ruman), descubre con una radiografía que no hay rastro alguno del radiactivo metal. Avergonzada ante el escándalo que supondría la revelación de los hechos, Hezel decide fingir su muerte desapareciendo en las aguas del Hudson. Pero, como siempre que, entre carcajadas, hay en la pantalla una determinación a poner fin a la vida, el amor la redime de sus pecados.
Este es el argumento resumido de Nothing sacred (La reina de Nueva York, 1937), estupenda comedia loca de William A. Wellman, que contó con un equipo de guionistas supervisados por el prolífico Ben Hecht, coautor junto a Charles MacArthur de Primera plana, la representación teatral más imperecedera sobre el periodismo, y a quien el director debía parte del éxito de A star is born (Ha nacido una estrella, 1937), film donde sucede lo imposible, como que una gota de saliva se convierta en lágrima, un rama de árbol esconda los rostros de los protagonistas, anticipando cómo nos será revelado el hechizo, cómo se nos escamoteará el beso de compromiso, y que se adelanta a la lucha de sexos que estaba por llegar, esa batalla que tan bien interpretaron Katherine Hepburn y Spencer Tracy en las nueve ocasiones en que coincidieron en la pantalla. Y entre los hacedores del milagro está el director, por supuesto, un Wellman siempre reivindicable -véase el vuelo sobre la isla de Ellis, la ciudad en plena construcción vertical, trabajo que nada más que un piloto de aviación, como él lo fue durante la Gran Guerra, puede planificar-, aunque esta vez su nombre no sea el último en aparecer en los créditos -los simpáticos carteles de presentación se abren y cierran con el nombre del productor: David O. Selznick, como correspondía cuando eran sus dólares los que sufragaban el entretenimiento-, la dirección artística de Lyle Wheeler y la actriz más dotada para la comedia que vieron los tiempos: Jane Alice Peters, más conocida como Carole Lombard, siempre distinguida, una belleza aquí iluminada por única vez en Technicolor, que consiguió un reconocimiento mundial gracias a una Hazel Flagg que venía precedida de muchos esfuerzos y de la Irene Bullock en My man Godfrey (Al servicio de las damas, 1936), de La Cava, y que nos recuerda que si los años y los estudios le hubiesen dado la oportunidad de actuar junto a Cary Grant -también la estatura: medía 1,57 m, 30 cm menos que el galán británico-, se hablaría de ella como la parte femenina de la pareja que había marcado el tono de la comedia más chispeante, representando a la mujer que venía, al ciclón que iba a irrumpir en un mundo machista y anticuado. (Ella misma era una mujer moderna: con una fama de mordaz y atrevida que la perseguía hasta en los los platós -indáguese el incidente con Fredrich March en el día de descanso que siguió a la pelea a puñetazos de este título- o cuando hablaba de su matrimonio -conocidas son sus narraciones sobre los secretos de alcoba en los que no salía muy bien parado el esposo, el paciente Clark Gable-).
Arremetiendo contra las leyes de su tiempo; las heroínas de la historia universal (unas ecuestres Catalina la Grande, lady Godiva, Kalinka -indescriptible- y Pocahontas como nunca se han visto); los habitantes de New England, a quien cuenta como secos, avaros, ociosos y terribles en cuatro pinceladas inolvidables, entre los que descubrimos a Margaret Hamilton, la esperpéntica Bruja del Oeste de la fantasía de Dorothy en The Wizard of Oz (El mago de Oz, 1942), de Fleming y compañía, la
fabulación sobre la impostura, la historia de la feliz suicida, de la pueblerina con ansias de comerse el mundo, de brillar y ser deslumbrada, es una farsa elegante y clásica que, como conviene al género de la screwball comedy, mueve a los personajes sin escrúpulos por la alta sociedad.
En Nothing sacred se nos invita a la reflexión sobre la fama y la notoriedad pública, sobre esa atracción de barraca que es el anónimo sin grandes cualidades humanas encumbrado de repente por los medios de comunicación, reprobable hecho sin duda, que todavía hoy causa estupefacción y llena los papeles y shows televisivos, y la mentira se hace imagen: no suena descabellado apuntar que el equipo de rodaje calla más que dice, que todos los médicos de la representación lo son sin titulación y devoción alguna, que el reportero sabe mucho más sobre la fingida doliente de lo que a nosotros mismos nos cuenta, ¿o sólo ha escuchado la parte en la que la contaminada habla de sus deseos de regresar a New York, ciudad que visitó cuando tenía tres años y de la que no recuerda nada? En Nothing sacred, Hezel es un relámpago sobre Manhattan y Carole Lombard una estrella del firmamento más luminoso.
Nothing sacred (La reina de Nueva York, 1937)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 2 títulos de W. A. Wellman: The public enemy (El enemigo público, 1931) y The Ox-Bow incident (Incidente en Ox-Bow, 1943).