Con la cámara estática, situada frente a la puerta principal de la factoría, los ingenieros Lumière (parece ser que el menor, Louis, era quien ejercía de organizador sobre el terreno e instructor, lo que luego se conocería como director) habían filmado el final de una dura jornada, la del 19 de marzo de ese mismo año, en la empresa de su propiedad. La emulsión de solución gelatinosa de bromuro en negativos perforados de 35 mm de ancho, que eran reproducidos a una velocidad que oscilaba entre las 16 y las 18 imágenes por segundo, dio como resultado una nueva realidad, una vertiginosa sensación, que dejó impresionados a la primera treintena de espectadores que habían desembolsado la pequeña fortuna para la época de un franco por ver el nuevo invento: el proyector cinematógrafo, reproductor patentado el año anterior por los propios Lumiére. El resto es historia.
(Cuarenta segundos, en blanco y negro, sin música de acompañamiento, con un coche de caballos en el centro del último fotograma, son la toma original, que no la única: se rodaron un par de versiones más, muy similares, con la gente desfilando engalanada y alegre -era un domingo, después de la misa-, lo que hizo que el resultado fuese más vistoso, pero tramposo: ¿cuál fue la mostrada en público? Sí, los hermanos no tenían mucha fe en su creación: sabían, y nos lo dijeron tal vez sin querer, que en el cine toda la verdad es relativa.)
(Salida de los obreros de la fábrica Lumière, 1895)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de A. Lumière o L. Lumière.