Entrelazando dos líneas argumentales, la familiar y la laboral, que convergían en un mismo hombre, Wade Whitehouse (Nolte), y provocaban un final de tintes bíblicos, lógico desenlace de una vida un millón de veces vivida, el de Michigan logró con Affliction la más sobresaliente de sus incursiones en la dirección cinematográfica, disciplina en la que se venía mostrando, y seguiría haciéndolo, más irregular, por ser condescendientes, que inmortal. Y sorprende que lo lograse con un texto que de partida no venía firmado por su mano, él, que alcanzó la gloria al poner voz al violento Travis Brickle de Taxi driver (1976), no tal sobresalto si pensamos en que reescribió con gran acierto la vida del boxeador Jake La Motta en Raging bull (Toro salvaje, 1980), ambas dirigidas por el gran Martin Scorsese, para mayor gloria del maestro italoamericano.
Buena parte del éxito de Affliction se debió a su pareja protagonista: por un lado Nolte, un perdedor de todas todas, que se dedica a realizar tareas de limpieza y guardia para el sheriff local de su ciudad natal, una pequeña localidad de New Hampshire, que ve como su hija pequeña no quiere pasar con él los permisos legales a los que tiene derecho como padre divorciado; que sigue queriendo, a su manera, a la ex esposa; cuyo único consuelo es el de una abnegada, y resignada, amiga Margie (Sissy Sapcek), que le soportará hasta que la convivencia sea imposible, y por otro James Coburn (en el papel del padre: Glen Whitehouse) un hombre severo, taciturno, que se tambalea con la botella en una mano y el puño apretado en la otra para golpear con fuerza a la mujer, desatendida hasta su última consecuencia, y los hijos (como curiosidad: el joven Wade está interpretado por Brawley Nolte, hijo de Nick). Y aunque ambos actores soporten la cinta con aplomo, como lo reconoció el que fueran nominados a los Oscars de 1999 por sus trabajos -mientras Nolte perdería en la categoría principal frente a Roberto Benigni, Coburn se haría con la estatuilla en la de reparto-, es de recibo mencionar el gran texto, lleno de meandros y sobresaltos -un tiro acaba con la vida de un aficionado cazador de venados, y aunque tal vez todo sea un accidente fortuito, muy bien podía haber detrás un negocio especulativo, una intención de convertir la zona en una próspera y visitada zona de recreo invernal, una moderna estación de esquí- y el trazo seco, áspero, duro, de Schrader, que granula las imágenes del pasado violento -real, pero tal vez con otros protagonistas, otros héroes- o las muestra con ojo quirúrgico -el protagonista arrastra un dolor de muelas que termina cuando vemos unos alicates en primer plano haciendo de utensilio extractor, las lágrimas de Nolte corriendo por las mejillas, si es que no hemos cerrado los ojos ante tal brutalidad-. Sin duda que lo único que sobra de Affliction es la voz en off, perteneciente a Rolfe Whitehouse (Willem Defoe), el hermano que logró escapar de la miseria y las broncas y palizas pero no de las pesadillas, que da su versión de los hechos de primera mano, algo que en el libro original está más que justificado, pero que aquí debería haberse evitado, o al menos soslayado.
Educado en el calvinismo, Paul Schrader, decía en la promoción del film que la luz y las tinieblas caminan juntos, pero en Affliction la violencia doméstica, la oscuridad, parece cubrirlo todo -hay crueldad hasta en la forma de referir por los vecinos la leyenda del padre castigador: lo hacen en el bar con la presencia de Wade al lado-. Cualquiera de nosotros sabemos que como hijos que somos estamos condenados a vivir la vida de nuestro padre, a cometer sus mismos pecados, a menos que pongamos tierra de por medio, desesperación de la que Wade no pudo, no supo, escapar hasta que la furia le empujó a quemar el recuerdo más carnal. Un Wade inolvidable, a quien también nosotros imaginamos como vagabundo hosco y huraño, santo bebedor, a quien recordamos rubio y corpulento como el gran Nick Nolte.
(Affliction se estrenó entre Fargo (1996), de los Coen, y A simple plan (Un plan sencillo, 1998), de Sam Raimi, y el blanco de los campos y las infelicidades de las tres las suelen llevar a mencionar como un mismo cuadro de la decadencia norteamericana, y a señalar con más puntos en común de los que en realidad tienen: se trata de tres obras magistrales, pero cada una con un universo propio e intransferible. Y si insistimos en ver cuál fue antes, nos basta con mirar la fecha de publicación del libro de Russell Banks: 1989.)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detalla 1 título de P. Schrader: Mishima: A life in four chapters (Mishima, 1985).