Cuando terminó la contienda contra el III Reich, László Löwenstein, conocido como Peter Lorre en el cine, regresó a la parte occidental de su patria de acogida, Deutschland, con una arriesgada propuesta: había llegado el momento de decir que ningún alemán era inocente, que todos habían sido testigos y verdugos del holocausto, de las atrocidades en nombre de Hitler: y lo hizo novelando hechos reales con personajes de ficción, con exquisita prudencia -nacido en el imperio austrohúngaro se había educado en la Wien de comienzos del siglo XX-, protagonizando y dirigiendo Der Verlorene. Lógicamente su arriesgado proyecto no fue bien acogido por nadie -todavía supuraba las herida y parecía un ajuste de cuentas: su sangre era judía- manteniéndose apenas diez días en la cartelera alemana, y ello a pesar de que en su investigador psicópata era fácil encontrar las huellas de algunas de las películas de terror que le dieron fama, como M (M, el vampiro de Düsseldorf, 1931) o Mad love (Las manos de Orlac, 1935) y de otras totalmente ajenas pero vagamente emparentadas, como The third man (El tercer hombre, 1949) -similares atmósfera viciada, pestilencia medicinal-, el texto que Graham Greene reescribiría para Carol Reed.
El argumento es la evocación del pasado más reciente acaecido al doctor Karl Neumeister (Lorre), médico desilusionado y bebedor de un campamento de refugiados, junto al ayudante que le ha sido enviado para ayudarle en sus tareas preventivas, Novak (Karl John). Así vamos viendo como sus caminos se cruzaron durante la WWII, en los tiempos en que no ocultaban sus verdaderas identidades, Dr. Karl Rothe y Hösch, como la secretaria y amante del primero, Inge Hermann (Renate Mannhardt) pasó información a los británicos de los experimentos y avances en serología que llevaba a cabo éste, y como Rothe le quitó la vida en un estrangulamiento que fue ocultado como suicidio por el coronel Winkler (Helmut Rudolph), lo que da una idea de la importancia del proyecto médico en la maquinaria nazi. Entre vapores etílicos y humo de tabaco la historia se torna negra, sexual, maníaco-depresiva, bélica, conspirativa, y descubrimos hechizados la maestría tras la cámara de aquél a quien siempre íbamos a recordar como uno de los clásicos malos del cine fantástico, un secundario de títulos míticos como The maltese falcon (El halcón maltés, 1941) y Casablanca (1942), un Peter Lorre, dueño absoluto del proyecto, que nos dice que los vencidos no obtienen perdón ni permiso para vivir tras el fin de la contienda: el miedo acabará matándoles.
Olvidos, deudas y almas arruinadas se dan cita en un film más horrible por lo que deja entrever que por lo que muestra -Der Untier ("El monstruo"), era el título de rodaje; se puede adivinar incluso la misoginia del protagonista, hombre capaz de despertar pasiones en prácticamente todas las mujeres que vemos en escena, algo que puede sorprender si nos atenemos únicamente al físico poco agraciado del genio y obviamos el aura que dicen le rodeaba cuando entraba en un plató, aparte de la escasez varonil y el talento y situación privilegiada de un médico de su posición en la Hamburg de los bombardeos donde se sitúa el largo flashback explicativo-. Y lo hacen con suspense, rodeadas de sombras y pisadas inquietantes -la puerta acristalada, parcialmente clausurada con libros y pequeño mobiliario, que separa las habitaciones contiguas en el piso compartido del doctor es de una perversidad sublime-, de miradas desafiantes -la joven Hermann sabe su destino y le desafía y provoca con un último acto de éxtasis; la madre (Johanna Hofer), no hace preguntas, aunque la sospecha le ronde-, con una solidez imporpia en un debutante, tallando un cristal de brillo cegador.
Como judío que había huido a Hollywood vía Paris-London, donde entablaría una amistad profunda con uno de sus primeros maestros, Alfred Hitchcock -otra referencia aquí-, Lorre sabía del temor y la deuda de la que hablaba en Der Verlorene, pero no fue entendido así hasta décadas después: Der Verlerone era la recreación de un pasado febril y misterioso, un pacto permanente y fiable entre dos hombres que se cruzaron en mitad de una guerra, un contrato entre el gran Peter Lorre y el tiempo, el único que puede juzgar con justicia a una obra artística.
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de P. Lorre.