Picnic es un film basado en el homónimo premio Pulitzer teatral de 1953, escrito por William Inge, que contó con casi 500 representaciones en Broadway -dirigidas por el mismo Logan y que supusieron la oportunidad de debutar en los escenarios de un tal Paul Newman-, pieza nacida de un breve relato (Front porch) escrito poco antes por el mismo autor -su talento estaba fuera de toda duda: ya había sido puesto al servicio de Daniel Mann en Come back, little Sheba (Vuelve, pequeña Sheba, 1952) y un par de veces después del trabajo que nos ocupa volvería a brillar: en Bus stop (1956), de nuevo con Logan, y Splendor in the grass (Esplendor en la hierba, 1961), de Kazan, mítico título que le reportaría el Oscar al mejor guión original-, una película vapuleada en su día por la crítica por sus acercamientos visual y literario a los universos de, respectivamente, los intocables Elia Kazan y Tennessee Williams, flirteos evidentes ambos pero que no restan méritos al resultado final, sino suman.
En Picnic, un harapiento, Hal Carter, (William Holden), llega en un tren de mercancías a una pequeña localidad de Kansas -en un periódico, forzando la vista, leeremos Salinson, anagrama de las reales Salina y Hutchinson, lo que la sitúa en la región central del Estado- a visitar a un compañero de estudios, a pedirle trabajo en la empresa de su padre, el hombre más rico de la ciudad y un gran admirador de sus hazañas deportivas. Antes, hará una imprevista parada para trabajar como jardinero, y así poder asearse y ganarse el desayuno, en casa de una amable anciana, la señora Potts (Verna Felton), que cuida de una madre inválida que nunca sale de su habitación. Esa casa se encuentra colindante con la de la señora Owens (Betty Field), madre abandonada por su marido tiempo atrás y que cuida de sus hijas: Millie (Susan Strasberg, hija del afamado profesor de actores Lee Strasberg), teenager despierta y a quien no nos cuesta imaginar, desde un principio, como la voz que años después contará los sucesos de aquel primer lunes de septiembre, día del Trabajo, y Madge (Kim Novak), la mayor, atractiva veinteañera que desde hace un tiempo pasa las horas en compañía de Alan Benson (Cliff Robertson), el aburrido amigo millonario del presuntuoso buscador. Con la señorita Rosemary (Rosalind Russell), que alquila una habitación en casa de las Owens, y su pretendiente, el tendero Howard (Arthur O'Connell), ambos cercanos a la cincuentena, el grupo se dirigirá a celebrar la festividad a Riverside Park, y entre juegos, canciones y bullicio, Madge será coronada reina de Neewollah -Halloween escrito al revés- y la atracción entre la triunfadora y el viajero derivará en un cataclismo emocional, y alcohólico, que provocará más de una huida sin mirar hacia atrás.
Centrada en apenas 24 horas, un día de esos que llega sin avisar para cambiar nuestras vidas para siempre, Picnic es el encuentro de un incorregible con ganas de ser útil y una muchacha harta de que sólo admiren su exhuberante belleza -como si un tipo como Hal, timido hasta que toma confianza y se convierte en un fanfarron insoportable, pudiera fijarse en otra cosa-, que se contonearon bajo la luz -¿y el influjo?- de la luna llena, a ritmo de Moonglow -magníficamente instrumentado por Morris Stoloff, pero la juventud quería un cambio también en lo musical: el rock and roll estaba a las puertas-, que se insinuaron en un baile sensual junto al lago -el actor pidió emborracharse para poder interpretar esa escena con convicción: una anécdota más en un rodaje en el que mosquitos, tormentas y paisanos con afán de notoriedad fueron invitados por sorpresa-. Y mientras la historia de la maestra solterona y su maduro amigo se dibuja con risa, risa que se congela en cuando entendemos la desesperación de la mujer por no desperdiciar el resto de sus días entre libros y clases, la de Hal y Madge se viste de tragedia -el final será en la versión cinematográfica ligeramente acortado, pero de resolución igual de cruel que en el texto-: ambos protagonistas proceden de sendos hogares rotos, sabemos por tanto que no habrá salida. El rechazo a la relación, incomprensible ante los ojos de una madre previsora y carente de afecto, envidiada por una hermana que crece y se divierte trasgrediendo las ridículas reglas establecidas, perseguida por los celos de un amante inseguro, un hijo que a ojos del padre no destaca lo suficiente -ecos bíblicos, de Steinbeck-, sólo parecerá hallar comprensión en la bondadosa vecina, quizá porque es la única que desea para la bella, de todo corazón, lo que ella nunca tuvo o ya no está: el hombre de sus sueños.
Joshua Logan rodó para la Columbia, en Technicolor y cinemascope, un clásico, donde se daban cita las bajas pasiones y la represión sexual, el tormento y el desconsuelo, ideal para las parejas que se besaban en la fila de atrás de los cines de barrio en aquel tiempo en los que mostrar en una pantalla era menos excitante que sugerir. Y de la misma forma que hay recuerdos de los que nunca escapamos, hay fiestas de las que nunca lo haremos, aunque no pudiésemos estar presentes. Gracias al cine, la larga jornada de la noche hacia la nada de Picnic, es una de ellas.
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de J. Logan.