Nos hemos detenido en alguna ocasión en el pasado a contemplar el subtipo de películas que denominamos con la muy poco original y menos apropiada palabra de remake procedente del mundo anglosajón olvidando que disponemos de por lo menos dos, a saber, revisión y refrito, cuando no diferentes tiempos de conjugación del verbo rehacer. El uso intencionado de refrito conviene en muchos, demasiados productos que nutren las actuales pantallas, al contener un cierto afán de desprecio, del mal gusto que asimilamos los amantes de la buena gastronomía a los condimentos que pasan por una sartén excesivamente usada con el mismo aceite de oliva.
Dicho de otra forma: películas basadas en el guión de otra u otras anteriores con independencia de su bondad y que jamás la alcanzan.
En otros casos, diremos que se trata de una revisión, para entendernos, porque el resultado puede ser parejo e incluso más digno, cuando no mejor.
Me gustaría que nos detuviéramos hoy en un guión cinematográfico que ha sido llevado por dos veces al cine con una diferencia de treinta y ocho años, los que van de 1952 a 1990, y comprobáramos siquiera de forma breve y somera las distintas cualidades de ambas películas, que las tienen, porque vistas, ambas consiguen mantener su interés en este siglo.
Martin Goldsmith y Jack Leonard recibieron conjuntamente una nominación al oscar por haber escrito una buena historia en una convocatoria que me produce vértigos como resultado de su trabajo al escribir lo que sería, luego de intervenir el veterano Earl Felton, un guión cinematográfico que en manos de Richard Fleischer se convertiría en 1952 en película titulada The Narrow Margin
La trama, a estas alturas del siglo XXI, resultará más que conocida: un policía, Brown (Charles McGraw) debe acompañar y proteger en un viaje en tren de Chicago a Los Angeles a una mujer, Frankie (Marie Windsor) que se supone ha tenido relación con el hampa y va a testificar, atrayendo a desconocidos matones que ya han asesinado al compañero del policía cuando ambos recogían a la testigo en su escondrijo, siendo la situación tensa, pues la mujer no tan sólo no lo agradece sino que, además, acusa a Brown de vender información a los mafiosos que la buscan y persiguen para matarla.
Durante el viaje, Brown trabará amistad con Ann (Jacqueline White) una mujer que resulta misteriosa por su conducta.
Este planteamiento, que no puede resultar muy novedoso a grandes rasgos pues ha sido imitado hasta la saciedad, permite a guionistas y director construir una historia que se sigue con interés: Fleischer aprovecha los medios a su alcance y rodando en blanco y negro con bastante contraste refuerza la dureza de la trama que presenta: las nada veladas acusaciones de corrupción que Mary, harta de permanecer encerrada en su departamento, lanza sobre Brown y la forma con que éste las encaja, la sensación claustrofóbica derivada del reducido espacio y la constatada presencia de matones que les buscan sin tener muchos lugares donde esconderse, son aspectos remarcados por Fleischer a fin de incrementar el suspense relativo al desenlace mediante un acertadísimo uso de la cámara confiada en las buenas manos de George E. Diskant que sabe moverla siguiendo las instrucciones de Fleischer, avezado cineasta curtido en diversos géneros, que sabe resolver con eficacia y sin presumir los problemas que le puede plantear, por ejemplo, una lucha a puñetazo sucio en un minúsculo departamento ferroviario ofreciendo una demostración de vigor en la planificación que no precisa más que el sonido directo de los intérpretes.
Fleischer no acentúa con la cámara buscando ángulos complejos que puedan llegar a distraer la sensación de estrechez del cubículo largo y estrecho donde se desarrolla la historia, pero tampoco elude el uso de primeros planos para mostrar la intensidad del miedo a ser descubiertos, la violencia del gesto amenazador, y tampoco rehuye los planos detalle para realzar puntos de la trama que le interesan, al tiempo que sabe formular la distancia a través de los reflejos dando una salida imaginativa del reducido cubículo contando con la complicidad del espectador que así halla momento de escape del obscuro vagón que encierra tanto la ansiedad de llegar al término como el peligro de una súbita interrupción vital del camino liberador, en cuyo desarrollo Fleischer, que está rodando a mediados del siglo pasado, no lo olvidemos, a duras penas puede dejar de lado la evidencia que ése viaje de incógnito ha quedado al descubierto porque en la policía hay delatores, agentes vendidos a los malhechores y ése aspecto que incidiría elevando el nihilismo propio del cine negro apenas se entreve y queda como irresoluto, olvidado casi, al final del ajustado metraje de menos de hora y media, en el que la acción ha sido sobria y el desenlace un punto inesperado.
(Por cierto: el título, traducido al español, igual en ambos casos: Testigo accidental. Curioso.)
Recuerdo haber visto la versión de Hyams sin tener ni idea de la anterior y me pareció una película eficaz y entretenida, mejorable seguramente, pero con un ritmo adecuado a la trama incidiendo especialmente en la acción, convirtiéndose el ferrocarril en el que -de nuevo- transcurre la mayor parte de la trama en elemento móvil que coadyuva al interés de llegar al final del viaje iniciado, sin que Hyams se decida por exagerar la posible claustrofobia derivada del minúsculo espacio donde se desarrolla la trama, incluso aprovechando la más remota oportunidad para sacar personajes y cámara del recinto del tren, ni que sea unos metros en una parada inesperada, ni que sea ya, de forma moderna pero también vista, aprovechando el exterior del propio ferrocarril.
Hyams tiene de entrada la ventaja de una producción que cuenta con un protagonista estelar de primera fila, pues el ayudante del fiscal que va a por la testigo para llevársela a la sala de juicios, un tal Caufield, es representado por Gene Hackman que ofrece una vez más muestra de su excelencia interpretativa como empecinado y valiente protector de la perseguida Hunnicut (Anne Archer) que será objeto y punto de mira de una serie de asesinos que irán compareciendo en el tren, manteniéndose casi la misma estructura del guión original con ligeras variantes que hacen distintas ambas películas.
Pero además, Hyams le da a la cinta un tratamiento muy distinto: a pesar que en la época en que rueda Hyams la perspectiva de mostrar un policía corrupto que se vende a la mafia es absolutamente posible y nada tiene de novedad, prefiere obviar la cercanía psicológica a los personajes para incidir en el espectáculo visual, reforzando la acción con todos los medios a su alcance, que son muchos y variados, desde diferentes tipos de armamentos y vehículos (hay al inicio una persecución de helicóptero tras un coche) hasta diferentes tipos de asesinos, del más frío al más sádico, en un sinfín de situaciones parejas a las que suceden en la versión original pero desarrolladas con mucho más ruido y más medios materiales, obteniendo una fuerza visual distinta.
Es curioso que pasados casi cuarenta años se proceda a revisar una trama que en su momento levantó alguna ampolla por apuntar situaciones probablemente reales -las relaciones entre policías y malhechores siempre tienen aristas- pero muy incómodas a mediados del siglo pasado y pudiendo profundizar en dicho aspecto, se prefiera mencionarlo expresamente pero de forma muy somera, como de pasada, remarcando especialmente los aspectos digamos que cinéticos, buscando la acción física por encima de la conceptual, prefiriendo muy claramente hacer ruido con disparos simulados antes que con ideas concebidas hace ya tanto tiempo, acalladas por una censura hoy teóricamente inexistente.
Para quienes no conozcan ninguna de las dos, recomendaría su visión cronológica: para quienes -como a mí me sucedió- vieron la película de 1990, sin duda recomiendo vean la "original", pues garantizo que será una buena sorpresa, sin que ninguna de ambas dos sea imprescindible, creo que vale la pena verlas porque cumplen con su función.