De ángeles y demonios

Por Harendt


Una de las cosas que tiene el ser periodista, haber vivido bastantes años y trabajado en muchos países es que uno conoce, en mayor o menor medida, a gente famosa, comenta en La Vanguardia [Ángeles y demonios, 06/10/2024] el escritor John Carlin . A mí, como personas, no me suelen impresionar. Nunca les pido una foto.

Esta semana conocí a una persona de renombre que no solo me impresionó, me conmovió. Al punto de que rompí mi regla y le pedí una foto. La última vez que me encontré en la presencia de alguien que me inspiró un respeto similar fue en el 2011. Y se llamaba Nelson Mandela.

La persona que tanto me impactó esta semana no es tan famosa como Clint Eastwood, o Bill Clinton, o Morgan Freeman, o Matt Damon, o Leo Messi, o Diego Maradona, o Zidane, o Rafa Nadal, o Pep Guardiola, o Bill Gates, o Boris Johnson o (¡cielos!) David Beckham. Ella no es una celebrity . No es rica. No tiene ningún don especial para los negocios, o la política, o el deporte, o el cine. Tampoco es tan famosa.

Conocida ante todo por ser la viuda de un mártir, se llama Yulia Naválnaya y es, básicamente, una fuerza moral. Es un símbolo de valentía, un emblema de nobleza, un ejemplo para el mundo entero de lucha y de sacrificio frente a la maldad.

La conocí en Barcelona después de una ceremonia celebrada el lunes en la que La Vanguardia premió a siete ilustres personajes. El galardón internacional lo recibió Naválnaya de manos del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez. A continuación, ella dio un discurso en el que recordó a su marido, Alexéi Navalni, líder opositor ruso que murió en febrero en una cárcel siberiana, después de haber sobrevivido a un intento de asesinato cuatro años antes con el agente nervioso Novichok.

Nadie duda de que el agente nervioso humano detrás de aquel crimen fue el paranoico presidente ruso Vladímir Putin. Lo más probable, y lo que cree su viuda, es que Putin fue el responsable de su muerte también.

“Continuaré el trabajo de mi marido porque sé que muchos de los que lo seguían a él me siguen ahora a mí, gente que cree en un futuro democrático para Rusia”, dijo Naválnaya, para quien la palabra democracia tiene un peso inmenso, mucho mayor que en nuestros países de la órbita occidental, donde la damos por hecha, casi como si fuera un concepto banal. “Mi marido –siguió– no solo fue mi marido, fue un íntimo amigo y fue para mí un líder de las fuerzas democráticas de Rusia. Continuaré luchando a favor de su legado contra Putin… muchos continuaremos en la lucha contra la dictadura”.

Yulia Naválnaya ha puesto su vida en juego quizá por generaciones que aún ni han nacido. Rubia, alta y vestida de blanco de arriba abajo, Naválnaya es hoy la imagen de la resistencia rusa. ¿Los “muchos” a los que se refiere serán suficientes para derrocar al régimen más peligroso del mundo, el mafia-Estado con armas nucleares que Putin lidera? Seguramente no. Pero ahí siguen, ella y gente como Vladímir Kará-Murzá, un opositor ruso que se salvó de la muerte tras ser liberado de una cárcel rusa en agosto, parte de un intercambio en el que Putin logró la liberación de uno de sus asesinos políticos predilectos, que había estado preso en Alemania.

Kará-Murzá, cuyo único crimen fue denunciar la dictadura rusa, fue preguntado en una entrevista el mes pasado si estaba dispuesto a morir por la causa. “Sí –respondió–, porque hay causas que son más grandes que nosotros mismos”. Más grandes, agregaría yo, incluso que Rusia, el escenario más visible de la contienda global que se está librando hoy entre la libertad y la tiranía.

Por si alguien no ha acabado de entender lo que hay en juego, se lo pongo fácil. Se trata de una guerra de ideas. Por un lado tenemos la democracia, que significa la libertad de expresión, que cada uno pueda decir lo que le dé la gana sobre, por ejemplo, su gobierno; el Estado de derecho, la protección de los derechos del individuo contra cualquier poder; el voto libre y justo como método para determinar quién gobierna. Por otro lado están las autocracias donde las elecciones son, en el mejor de los casos, farsas; donde la ley es lo que dice el líder; y donde los opositores están todos o muertos, o detenidos, o mudos o, como Naválnaya, en el exilio.

Putin es la encarnación de la tiranía, sistema replicado, casualmente, por los países que ayudan en lo militar o en lo político a Rusia en su guerra en Ucrania, es decir China, Irán, Corea del Norte, Bielorrusia, Venezuela y Nicaragua. Naválnaya es la encarnación de la democracia, sistema que por ahora defienden más países, entre ellos España, Argentina, Japón, Corea del Sur, los recién ingresados en la OTAN Finlandia y Suecia y, de momento, Estados Unidos.

Por ponerlo en un contexto histórico, Putin y compañía son los sucesores de Calígula y, dando un salto a los últimos cien años, Franco, Mussolini, Hitler, Stalin y los zares rusos; Naválnaya y sus hermanos y hermanas de sangre siguen en la tradición de Espartaco y los que se opusieron al fascismo, a los nazis, al comunismo soviético y, por no olvidar a Mandela, al apartheid.

La valentía de los segundos ha sido de una nobleza tan extraordinaria que a veces ha rozado la locura. Han puesto sus vidas en juego no por causas personales sino por todos, en el caso de la viuda de Navalni, quizá por generaciones que aún ni han nacido, por la dignidad humana siempre. Como la cabeza más visible de su causa, como alguien muy consciente de que corre el riesgo de sufrir el mismo martirio que su marido, ella es una figura a la vez heroica y romántica, el ángel hecho carne que combate en desventaja contra el mal que personifica el satánico (no, la palabra no es demasiado fuerte) Putin.

No todos los días te encuentras con alguien así. No tengo palabras, por más que lo intente, para definir la grandeza de esta mujer. Lo que sí puedo decir de corazón es que hablar con ella, aunque solo fuera por unos breves instantes, fue una suerte, un honor y un ejercicio de humildad. A su lado me siento un enano moral. Algo por el estilo, si me lo perdonan, sintieron los otros mil participantes en la ceremonia de los premios de La Vanguardia . Cuando Naválnaya apareció en el escenario todos nos pusimos espontáneamente de pie y le dimos un cerrado aplauso.

“Hay causas que son más grandes que nosotros mismos”, dice el también opositor ruso Kará-Murzá

Me sentí honrado de formar parte de esa asamblea y orgulloso de escribir en un diario que sabe valorar lo que esta mujer representa. John Carlin es escritor.