Otros dicen, con la boca chiquita, que bueno, que este hombre no es tan malo. Y no, en un principio no lo era. Empezó con buenas intenciones y buenos actos: metiéndose en casos importantes, poniendo el pecho a las balas y aceptando las consecuencias. Pero, como ocurre en muchos casos (demasiados, desgraciadamente), no supo parar a tiempo. No supo bajarse de la nube y legislar desde la sensatez y la humildad. No. Se la empezó a creer: empezó a pensar que podía meterse en cualquier sitio, que su “coraza” de juez le daba impunidad para hacer lo que quisiera, incluso ir a buscar basura al patio ajeno y revolver sin permiso de los dueños.
Y claro, todo está muy bonito y muy “progre” mientras los atropellos se cometen fuera de casa … el tema es cuando se empieza a meter mano a la memoria personal (a la de tu hermano, a la de mi padre) o cuando se le ve el filón económico al asunto; ahí es donde vienen los problemas. Sobre todo si, desde el gobierno de turno, te dan permiso para hacerlo de la manera que te plazca, sin respetar ningún procedimiento, ley o autoridad establecida. En ese momento, cuando empiezas a mear en tu propio territorio y a tocarle la moral a tus propios compañeros, es cuando ya se ha perdido el rumbo.
Pero, aún así, y lejos de adoptar una postura de pro-hombre y rectificar, nuestro “súper-juez” siguió adelante con los faroles. Pues aquí están las consecuencias, señor Garzón. Esto es lo que ocurre cuando el que empezó siendo un buen juez se termina creyendo intocable: que la Justicia (con J mayúscula) es lenta, pero llega. O, como mejor diría un amigo mío, “el tiempo deja a cada uno en su lugar”.
Todas las personas son iguales ante la ley, sean jueces, políticos, civiles o religiosos. Hoy es un gran día: el pueblo se ha atrevido a llevar a la Justicia un hombre bueno que se ha corrompido. Y ése es uno de los signos más puros de la democracia.