El examen más importante de la vida es saber lo que es importante y qué no lo es.
A Yasemin y Nesrin Şamdereli, nacidas alemanas en Dortmund y turcas por parte de padre y madre, les costó mucho trabajo sacar adelante su proyecto fetiche, aquel que definía lo que eran y por qué lo eran: Almanya, willkommen in Deutschland. Las productoras alemanas no querían hacerse cargo de un guión que, si no se podía calificar de malo, sí pecaba, en opinión de algunos, de sensiblero. Diez años tardaron en encontrar una que confiase en sacar Almanya (“Alemania”, en turco) adelante, y hoy, ya estrenada, muchos siguen viendo en la historia un cierto deje de sensiblonería (Carlos Boyero), chabacana y aceitosa (Sergi Sánchez) o, incluso, mentirosa (Jordi Costa). Creo, sinceramente, que el problema no reside en la película en sí, sino en la forma de verla de cada uno.
Heimat es, para mí, el Dindurra y el Moldava de Smetana. Un concepto difícil de entender, pero fácil de sentir.
Wir riefen Arbeitskräfte, und es kamen Menschen. (Max Frisch) Pedimos mano de obra, y vinieron personas. (Max Frisch)
De modo que la familia Yilmaz se va a Turquía. Se van Hüseyin, quien nunca dejó de sentirse turco, que emigró por necesidad, que desea regresar, y Fatma, la mujer, que lo hizo obligada, para reunirse con su marido, y que con los años se ha ido adaptando hasta el extremo de llorar emocionada cuando consigue la nacionalidad alemana. Y se van los hijos y los nietos, desde los que aún recuerdan, porque vivieron en él, al heimat, y los que no. Los que se enorgullecen de él y los que lo desprecian. Y, durante todo el viaje, una de las nietas, Canan, le narra a su primo Cenk, que no habla turco ni sabe situar en un mapa el pueblo donde nacieron sus abuelos, la historia de su familia. La historia de cómo el abuelo Hüseyin se convirtió en el emigrante un millón uno, por detrás de un español, en aquella Alemania que aún festejaba a sus emigrantes, de cómo la tía Leyla echó a correr cuando el padre, a quien ya no reconocía, regresó para llevárselos del pueblo, y de los miedos del tío Muhamed en aquellos días en los que pensaba que en Alemania se adoraba a un muerto viviente y lo único bueno era que la Coca-Cola fluía hasta de las paredes.
Como Cenk, el niño que, gracias a la apasionada historia de la prima Canan, pasa de no saber si es turco o alemán a considerarse hijo de ambas tierras, de avergonzarse de no ser germano al 100% a enorgullecerse de la mezcolanza de sus sangres y de no hablar ni una palabra de turco a aprenderlo, yo también aprendí, casi sin darme cuenta, el significado de heimat. Las hermanas Şamdereli, pertenecientes a aquella generación que era ya alemana para los turcos y turca para los alemanes, y que aprendió a considerar que tenían dos patrias y no ninguna, lo han clavado. Los minutos finales del film son la definición perfecta de lo que muchos sentimos al ir narrando historias, al ir trazando nuestra genealogía y familiarizarnos con sitios que nunca pisamos; son heimat en estado puro. La descripción exacta, en fin, del término patria si éste no hubiera sido desvirtuado, hace mucho tiempo ya, por fronteras, banderas y política.