De cómo Cappadocia me ayudó con la enigmática Estambul.

Por Alejandra Naughton Alejandra Naughton @alenaughton

En la región de Cappadocia, Turquía, dos volcanes enfrentados en un valle, millones de años acumulando capas de sus cenizas, y el aire y la lluvia erosionando lo que encontraron a su paso, resultaron en un paisaje irregular, arcilloso, con desniveles, grietas y picos insólitos de matices ferrosos. Esta caprichosa geografía dejó mudos a los arqueólogos quienes, al no encontrar respuesta sobre su curiosa fisonomía imaginaron que a algunas de sus formaciones parecidas a chimeneas las habían forjado hadas. Las Chimeneas de Hadas que más me gustaron estaban en Göreme. Las vimos en nuestro viaje en globo, otra de las mágicas atracciones de la región.
Sospecho que las hadas no solo se proponían forjar un paisaje hermoso. Es sabido que la densidad de las chimeneas y cerros hacían relativamente fácil excavar, por lo que los primeros habitantes del lugar vieron en ellos la posibilidad de construir refugios y fue así que cavando y cavando le fueron haciendo a esas increíbles ondulaciones, rincones de cobijo. Los ambientes no sólo fueron concebidos para supervivencia, sino también como lugares de oración. Allí también entonces se protegían de los romanos en la época que el imperio todavía no reconocía al cristianismo. Estos increíbles conventos y capillas tallados en la mismísima entraña de la tierra aún hoy atesoran impecables imágenes bíblicas, pintadas en seco o en fresco y es posible verlas en el Museo al Aire Libre de Göreme, declarado patrimonio mundial de la humanidad por la UNESCO en 1984. 
¿Por qué empiezo por escribir sobre Cappadocia en lugar de sobre Estambul? Porque me resultó más accesible. De su mano pude decodificar mensajes que por su intensidad no había podido todavía asimilar en nuestros primeros días en Estambul. Es que... Estambul es majestuosa, pero también enigmática. Sus casas restauradas se intercalan con otras en ruinas. Todas sueñan con tener terrazas para escapar del ritmo frenético de las más de 15 millones de personas que la habitan. Elevarse les permite divisar el Bósforo. El Río Bósforo que la atraviesa para conectar al Mar Mármara con el Mar Negro, la divide nada menos que entre el lado europeo y el lado asiático. Con su presencia parece intentar poner orden, imponerse al caos que, de ambos lados, palpita su pasado en el que el nombre de la ciudad era Constantinopla, capital del Imperio Bizantino. Persas, cristianos, judios, griegos, armenios, musulmanes han convivido, caminado, comerciado en sus calles por siglos. Sin embargo hoy, la amplia mayoría de la población es musulmana. La imponente Mezquita Azul y los innumerables minaretes que dominan la silueta de la ciudad, el llamado a las cinco oraciones diarias que se propagan desde las mezquitas y hacen eco a través de sus calles angostas y sus mujeres mayoritariamente cubiertas con el Hijab, dan testimonio. 
El pasado Otomano, con historias de sultanes y misteriosos harenes que se palpita en el Palacio Topkapi con sus mosaicos de laberíntico diseño,  convive con la Hagia Santa Sofia que nos cuenta a la vez del cristianismo bizantino y del espíritu del Islam. Construida por primera vez en el año 360 fue la iglesia más grande del Imperio Romano de Oriente y, reconstruida tres veces, en su última versión adoptó el estilo arquitectónico de una basílica con cúpula central. En 1453 cuando el Imperio Otomano tomó control de Constantinopla, fue transformada en mezquita. Los frescos bíblicos fueron cubiertos y paneles caligráficos cuyas dimensiones se consideran las mayores del mundo islámico, se colgaron de sus enormes paredes. Desde 1935 el Hagia Santa Sofia funciona como museo desplegando los tesoros de ambas religiones. De manera esperanzadora reciben juntas desde entonces a millones de turistas por año.

Fue en 1923 que con la firma del Tratado de Lausana se constituyó la Republica Turca. Con ella parece haberse erigido una bisagra histórica, a la que muchos reconocen como un punto de partida que hace abstracción del pasado, pero que a otros les inquieta por los fantasmas que todavía habitan Estambul y de los cuales les resulta difícil abstraerse. Entre otros se encuentran los que derivaron del intercambio de población con Grecia (acordada en el mismo Tratado que involucró el movimiento de 1.650.000 griegos desplazados de sus hogares en Turquía y 670.000 turcos de Grecia que fueron trasladados a Turquía) y la innombrable cuestión Armenia. Digo innombrable porque se considera ofensa a la cultura turca referirse abiertamente al tema y se aplican sanciones a quienes se atrevan a hacerlo como fue el caso del Premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk o la escritora Elif Shafak.
Se me ocurre que tal vez por su ubicación intercontinental, en el cruce de tantas civilizaciones poderosas y finalmente caídas, por la confluencia de credos desde tiempos inmemoriales, y por el pasado tan presente y el presente tan esquivo, sea que la nostálgica Estambul se sugiera hoy de manera inconclusa, coloreada sólo por los reflejos del río. Es lindo dejarse llevar por sus calles tranquilas, caminarlas siguiendo el aroma de sus bazares de especies y el sonido de sus gaviotas que, inequívocamente, nos señalan al Bósforo, ese lugar donde intuimos, como escribió Pamuk en su libro “Estambul", que la fuerza del mar sobrepasa al ruido de la ciudad superpoblada y “es posible estar solos entre tanta gente, tanta historia, tantos edificios”.
Sí. La serenidad del vuelo en globo en Cappadocia con su geografía iluminada al amanecer, me ayudó a tomar impulso y animarme a intentar entender, apenas un poco, de la compleja y misteriosa Estambul.