De cómo descubrí a Aulo Gelio en un texto de Julio Cortázar

Publicado el 22 junio 2012 por Franciscogarciajurado
En 1984 adquirí en la Feria del Libro de Madrid una edición de Rayuela, de Julio Cortázar. Se trataba de la primera edición académica, dentro de la colección de literatura hispánica de Cátedra, a cargo de Andrés Amorós. Desde el año 63, fecha de la primera edición de la mítica novela, hasta los ochenta, había dado tiempo a la canonización de la obra, sin que por ello perdiera un ápice de su vitalidad: simplemente cambia la nueva generación de lectores que revivirán la historia. Rayuela cuenta una de las historias de amor, la de la Maga y el protagonista de la novela, más intensas y tristes que jamás se hayan contado: historia de azares, de vértigos y de dolor. La forma de la novela, en especial su estructura, tampoco deja indiferente. Ilustramos este blog con una fotografía del París de Cortátar. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Posiblemente sea su estructura lo más impactante para un convencional lector de novelas, dado que, merced a un “Tablero de Dirección”, no nos ofrece una esperable lectura lineal. No obstante, la obra se divide, físicamente, en tres partes: “Del lado de allá”, “Del lado de acá” y “De otros lados (capítulos prescindibles)”. El libro me dejó, ciertamente, boquiabierto. Hoy día, con las nuevas técnicas hipertextuales, no ofrece demasiada dificultad escribir un texto que no sea lineal. En realidad, Rayuela es una obra que fue por delante de su tiempo en muchos aspectos, y también en el relativo al propio soporte en papel. Mi curiosidad por saber cómo era una novela que no se leía linealmente quedó plenamente satisfecha. Ahora bien, hubo algo que por mínimo e inesperado sembró en mí por aquel entonces una nueva inquietud de lector: precisamente, dentro de los llamados “capítulos prescindibles”, conjunto variopinto de materiales a menudo dejados allí en estado crudo, y que iban tendiendo llamadas constantes a los capítulos de la parte primera y segunda, observé que se había trascrito la traducción de un texto latino procedente de un autor que aún no conocía: era Aulo Gelio. Una breve nota a pie de página que había puesto el editor aclaraba la época en que este autor había vivido y el título de su única obra: las Noches áticas. Creo que uno de los mayores placeres de un lector es ese momento previo al encuentro físico con un libro, cuando sólo sabemos de él su título. Conviene recordar que uno de los aspectos más logrados de la obra de Gelio es, precisamente, su título, donde se presenta un tiempo (“las noches”) teñido de la magia y la nostalgia de un lugar (“áticas”). Se trata del tiempo dedicado a la plenitud del estudio, la vigilia, en el lugar que representa por excelencia lo mejor de nuestra civilización. A partir de ese título, de esa puerta que sirve como reclamo, nos ponemos a imaginar cómo serán los momentos felices de su lectura. Nos vemos a nosotros mismos en los lugares habituales de nuestra vida fijando la mirada en unas páginas y unas líneas que todavía no están a nuestro alcance. Sí, las Noches áticas parecían una obra prometedora, y en ella, sorprendentemente, se nos iba a contar todo tipo de datos y anécdotas, según le viniera en gana a su autor. Cortázar compara su Rayuela con un Liber fulguralis, de imprecisas y desordenadas páginas, y Gelio dice que sus Noches pueden leerse ordine fortuito, es decir, al azar. No tardé en poner en relación esa libertad expositiva del autor latino con la propia estructura no lineal de Rayuela. No tardaron en fijarse en mi cabeza dos preguntas, casi dos enigmas, que iban a llevarme, con el tiempo, por derroteros insospechados. La primera pregunta era: ¿por qué aparece un texto de Gelio en la obra de Cortázar? Naturalmente, cabían muchas respuestas. La más inmediata era, simplemente, que fuera una mera casualidad, pero el propio contenido de la cita, del que todavía no he hablado, me llevaría a conclusiones diferentes. La segunda pregunta era esta: si las coincidencias estructurales entre una obra y otra no son fortuitas, ¿cómo ha llegado a Cortázar el conocimiento de las Noches áticas y de su estructura no lineal? No era improbable este conocimiento, dada la cultura interminable de Cortázar. Él mismo ha dejado en otros lugares testimonio de ese saber sobre los antiguos, como en la recreación de los famosos versos de Adriano (animula, vagula, blandula...) que se pueden encontrar evocados en Rayuela. Se trata de los mismos versos que abren la novela Memorias de Adriano, de Yourcenar, y que Cortázar tradujo para la editorial Edhasa. Probablemente, Adriano es el emperador bajo cuyo mandato vivió el propio Gelio, y hay un pasaje de la novela de Yourcenar donde cabe recordar, disimulado en el fluir de la prosa poética y memorialista, hasta el título mismo de la obra de Gelio:
Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo. Durante las vigilias forzosas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a través de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas, escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en el puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil, desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Toro al llanto de las Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir.
(Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. de Julio Cortázar, Barcelona, Edhasa, 1984, p. 124)
Por poner otro ejemplo relativo a la interminable cultura de Cortázar, el personaje clave de Rayuela tiene intencionadamente el nombre de Horacio, motivado por el propio poeta romano de la época de Augusto. No falta en Rayuela, por cierto, tampoco el gorrión de Lesbia, cuya muerte inmortalizó Catulo. Mientras escribo estas líneas, veintitrés años más tarde, aquellos enigmas aparecen ahora resueltos y encarnados en varios libros que guarda mi biblioteca, y que iré presentando con calma. Puedo decir, y no me causa rubor, que la lectura de Cortázar me llevó a la de Aulo Gelio. Acudí presuroso a la Biblioteca de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid y consulté la edición latina de los Oxford Classical Texts, con sus dos tomos de Gelio, en la idea completamente infundada de que su latín sería muy fácil y no me haría más falta que la esporádica ayuda de un diccionario. No me fue tan fácil penetrar en la obra como había creído en un principio. Allí podía ver noticias varias que debía ¡yo mismo! organizar en mi cabeza para conferir un sentido a aquella lectura. Se me ocurrió, y no me equivoqué, que debía articular una estrategia de lectura: comenzaría buscando datos sobre un tema concreto. El que más me llamó la atención fue el de Alejandro Magno, en especial la traducción latina que Gelio hacía de las cartas destinadas a su madre, Olimpíade, o a su maestro Aristóteles. Todas estas cartas encierran preciosas enseñanzas morales y vitales. Así, por ejemplo, cuando Alejandro se dirige a su madre autoproclamándose soberbiamente “hijo de Zeus” ella le responde, con sabia ironía, que eso la convierte en concubina del dios. A su maestro Aristóteles se queja porque éste ha publicado algunas de las enseñanzas a las que, supuestamente, no habían de acceder más que el selecto grupo de sus discípulos. Sin embargo, el filósofo le tranquiliza diciéndole que no se preocupe, pues la lectura de tales libros no la entenderán más que aquellos que han sido iniciados por él en la filosofía. En fin, hay en este libro mucho conocimiento, y hasta preciosas dramatizaciones de personajes. Su espacio literario y vital va de Atenas a Roma (el de Cortázar se extiende de París a la Argentina), y en el libro no faltan recuerdos vivos de las estancias de estudio en la campiña ática o de las lecciones imborrables de los grandes maestros de la época: Herodes Ático, Tauro y Favorino. El lenguaje y la literatura ocupan un lugar no menos importante. Entre otras cosas, fue gracias a este libro por lo que ya en el siglo XVI se comenzó a llamar “clásicos” a los mejores autores de la literatura. Gelio, gran estudioso de las instituciones de la Antigüedad, trasladó del ámbito social la forma de denominar a aquellos ciudadanos que pertenecían a la clase más alta, es decir, los classici (frente a los proletarii o los capite censi) al ámbito de la humanitas. De esta forma, los autores classici se convirtieron en los “aristócratas”, los mejores, de una ideal República Literaria. Esta metáfora, que no es más que una culta broma de Gelio, pasó después a constituir esa envidiable categoría a la que todo escritor aspira. No de menor fortuna ha sido la trascripción que el propio Gelio hace de una etimología, la de la palabra persona, que en latín significa “máscara”. Según el texto de Gelio, la máscara se dice persona porque ésta “resuena”, es decir, per-sonat. De una manera hábil, aunque incierta, se pone en relación una palabra de origen etrusco, persona, con el verbo que más se le parece, per-sonare, que en castellano decimos, “resonar”. A pesar de la falsedad histórica, su difusión como etimología que aclara el origen de la máscara teatral ha sido grandísima, y ni el propio Cortázar se sintió ajeno a ella cuando incluyó la cita completa del capítulo de Gelio dentro de los materiales diversos que componen su novela Rayuela:
De la etimología que da Gabio Basso (sic) a la palabra persona.
Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso, en su tratado Del origen de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen del verbo personare, retener. He aquí cómo explica su opinión: «No teniendo la máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de persona, y por consecuencia de la forma de esta palabra, es larga la letra o en ella».
AULIO (sic) GELIO, Noches Aticas.
(Julio Cortázar, Rayuela, Madrid, Cátedra, 1984, cap. 148)
Por cierto, ya había tenido puntual noticia acerca de esta traducción castellana que transcribía Cortázar y de la que es oportuno hablar, pues es una pieza importante para nuestro relato. En todo caso, ya había supuesto, casi desde el principio, que la traducción citada no era suya (sí el error de “AULIO” en lugar de “AULO”), pues el castellano me parecía propio de otro siglo. Así las cosas, tras este repaso inicial a la obra de Gelio, salvada ya la primera impresión y viendo cuánta enjundia cabía en sus páginas, no pude menos que soñar con el proyecto de traducirla. Pensé en mi futuro, naturalmente incierto, pero lleno de proyectos e ilusiones. Pasara lo que pasara en mi vida, debía marcarme como anhelo llevar a cabo una traducción de esta obra o de una parte de ella. Al cabo del tiempo, puedo decir que ese anhelo se vio cumplido por causas que son más que curiosas y que, con Ernesto Sábato, podríamos explicar desde el hecho de que, en realidad, no existen las casualidades. Sábato, por cierto, supuso en la lenta indagación de las conexiones de Gelio con los autores argentinos otro pequeño eslabón, dado que alude en su novela Sobre héroes y tumbas, dos años anterior a la publicación de Rayuela, a la misma relación entre la palabra “persona” con su antiguo significado latino de “máscara”:
Pues, como decía Bruno, «persona» quería decir máscara y cada uno tendrá muchas máscaras: la del padre, la del profesor, la del amante. Pero ¿cuál era la verdadera? ¿Y había realmente una que fuese la verdadera? (...)
(Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, Barcelona, Seix Barral, 1984, p. 189)
Este tipo de argumentos lingüísticos tiene mucho de recurso conceptual, como también fui averiguando al cabo del tiempo. Autores como Pérez de Ayala, Unamuno u Ortega ya lo habían ensayado en sus escritos, y el uso de la etimología a la hora de argumentar o, simplemente, de jugar con las palabras, era tan antiguo como el propio lenguaje. Que dos autores argentinos se hubieran interesado por la etimología de la palabra “persona” no tenía por qué ser una rareza. No en vano, estamos en el país del psicoanálisis, tan preocupado por el estudio de la personalidad y sus máscaras. FRANCISCO GARCÍA JURADO