De cuando la cocina es alquimia.

Por Negrevernis
Bajé más lento las escaleras cuando me dirigía a sacar el Negrevercarruaje: un muro de olor denso a bollo horneándose reclamó toda mi atención cuando su aroma intenso y oscuro me sujetó la mano de la barandilla. Un paso tras otro detenido en el borde del siguiente escalón y la calidez del corazón enharinado -tostado por fuera, mantequilla todavía por dentro- sostenido en torno a mí, envolviéndome con volutas esponjosas.
Casi pude ver la miga mostrándose infantil, naciente, en su bandeja y el sudor de yogur cristalizado en burbujas por toda su superficie; imaginé a mi vecina -pues sólo unas manos de ama de casa vocacionada serían capaces de materializar el aire con azúcar, sal, harina y levadura- agachándose para ver el tono del pastel a través de la puerta de cristal del horno, una mano apoyada en la rodilla derecha y sujetando descuidada la manopla de cocina, la otra preparada en el borde del programador. 
Y si yo hubiera tenido en ese momento cabello largo, estoy convencida de que el dulzor se me hubiera posado -no agarrado: imposible- sin darme cuenta para acompañarme, esponjoso, hasta la mismísima puerta de las escaleras del garaje.