Un invierno de hace 100 años. El conflicto se había enquistado en un horror industrial que durará cuatro largos años. El genio humano se puso al servicio de la muerte masiva e indiscriminada del hombre por el hombre.Una Europa civilizada, que había olvidado la guerra durante cien largos años, se embarca con entusiasmo en una absurda matanza, sin honor ni gloria posible, en un ejercicio sucio y tedioso de odio y exterminio. La barbarie regresa a los campos de Francia, agrandada con ropajes de acero y la fuerza brutal de la dinamita.Los cuerpos caen por miles en campos sembrados de cráteres. Las ametralladoras asesinan anónimamente a cientos de metros de distancia. Quien dispara ve caer masas ingentes de hombres sin rostro que corren hacia una muerte cierta, alienados en un estruendo inimaginable.
“Te echamos de menos”.
Todo se vuelve confuso. Cada vez es más difícil distinguir al verdadero enemigo ¿El soldado que pena en la trinchera de enfrente bajo otra bandera es mi antagonista? ¿Lo es mi general, que decide un ataque infructuoso que costará decenas de miles de vidas? Los oficiales médicos practican con los cadáveres de mis compañeros: quieren reconocer las heridas que producen las automutilaciones de los cobardes que intentan abandonar el frente de batalla. Acabarán fusilados si se descubre su engaño. Su miedo.En este estado de odio difuso, en el que borramos toda herencia humanista, unos pocos se aferran a un mundo de ayer, cosmopolita y amable con los otros. Gabriel Chevallier escribe en “El miedo”:
“Mi libertad sigue conmigo. Está en mi pensamiento; para mí Shakespeare es una patria y otra es Goethe. Podrá usted cambiarme la etiqueta que llevo en la frente, pero lo que no podrá es cambiar mi cerebro. Gracias a mi cerebro escapo a los destinos, a las promiscuidades, a las obligaciones que toda civilización, toda colectividad, me va a imponer. Yo me hago una patria con mis afinidades, mis preferencias, mis ideas, y eso no es posible arrebatármelo, e incluso puedo difundirlo a mi alrededor. No frecuento, en la vida, a multitudes, sino a individuos. Con cincuenta individuos escogidos en cada nación, tal vez compondría la sociedad capaz de darme las máximas satisfacciones. Mi primer bien soy yo mismo; es preferible exiliarlo que perderlo, cambiar algunas costumbres que anular mis facultades humanas. El hombre no tiene más que una patria, que es la Tierra”.
El individuo se desgañita para hacerse oír entre tanto grito. Sin embargo, la dignidad humana está herida de muerte, y acabará desangrada en los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial. Con la inocencia perdemos toda esperanza de pureza y redención. Lo que somos hoy comenzó a forjarse en las trincheras hace un siglo. Entre un cenagal de carne y sangre la civilización pierde el rumbo de la concordia. Y estamos solos.
Antonio Carrillo.