- ¿No crees que deberías aprovechar el tiempo de clase y trabajar? -le pregunto, inocentemente.
- ¿Estás queriendo decir que no estoy haciendo nada? -responde desafiante, la mano derecha en el aire, el mentón alzado con el orgullo del adolescente que se come el mundo.
- A mí me parece que no estás haciendo mucho... -respondo, curiosa por ver cómo va a acabar el diálogo.
- Pues ahora sí que no voy a hacer nada -contesta, apartando la mochila con el pie y recostando su cabeza en el suave hueco del codo.
El desafío queda en el aire, como un órdago echado al viento de la mesa del mus. Mía es la culpa de su desgana, por mi culpa, por mi gran culpa; yo, la causante de su desidia juvenil, no me cabe duda. Me mira desde su nuevo sitio, sus ojos sólo dos rendijas de aire absurdamente amenazante, le supongo que contento por haber encontrado la excusa que no sabía verbalizar: tan pobre su vocabulario que sólo sabe dejar caer perezosamente su flequillo...