El fin de cada una de las cosas es su naturaleza. Así, de igual que el hombre es por naturaleza un ser social, existen razones para pensar que la naturaleza del animal doméstico es el servicio al hombre. El animal doméstico tiene una naturaleza más refinada que el animal salvaje, en tanto que sirve y obtiene así la seguridad del hombre. Se ensancha de esta manera el círculo de servicios y protecciones conforme más se tienda a la alineación vertical con el hombre, conformándose una suerte de figura triangular y hallándonos como personas en el vértice superior. No obstante, la naturaleza sigue su grado de refinamiento o salvajismo según se ascienda verticalmente o no. Así, mientras el buey de labranza obtiene cierta seguridad a cambio de trabajar la tierra del hombre, el reino animal sigue imponiendo su régimen de autoridad de acuerdo a su propia naturaleza. De nada sirve la voluntad del hombre en ese punto del prisma: el macho animal será superior a la hembra. A partir de ahí, que giren los cangilones de la noria, pues indefectiblemente interpreta cada cual su santo guión.
Es por naturaleza, pues, que el hombre tienda a la integración y no a la fragmentación. La ciudad está en el fin del hombre, pues el todo es anterior a las partes, como sostuviera Aristóteles en el segundo capítulo de La Política. Así, en su afán integrador consigue el servicio de los animales levantando cada uno de los peldaños que conformen la compleja escalera que nos conduce como seres sociales a la civilización. Sin embargo, ¿nos da esa posición de autoridad razones para agarrar el botafuego y prender la santabárbara del buque cada vez que nos plazca? ¿A partir de qué punto se rompe el equilibrio? ¿Cabe en nuestra propia naturaleza, entendida como el fin mismo, viciar y llenar de vitriolos los distintos estratos sobre los que levantamos nuestra evolución humana?
Así las cosas, se antoja más que caprichoso que el hombre disponga del animal doméstico para fines ajenos al servicio y la alimentación de la prole. Es el caso del toro de lidia. Se escudan los defensores de la Fiesta Nacional bajo el paraguas de la biodiversidad. Sostienen es sus letanías la indisolubilidad de la conservación de la dehesa y el mantenimiento del toro bravo. O sea, se sustrae que nos hallamos irrevocablemente ante el trágico dilema de tener que apostar por las corridas de toros o nuestra biodiversidad se desplomará como lo hace un trenecito de fichas de dominó. Lejos de la importancia del toro en la conservación del ecosistema adehesado, hay que señalar que de los seis millones y medio de hectáreas de dehesa de las que goza España, tan sólo trescientas mil son dedicadas a la cría del toro bravo. Es decir: apenas el cinco por ciento. De acuerdo al Profesor Ruíz Abad, se necesitan del orden de entre una y seis hectáreas por cabeza. Subraya además cómo al exceso de recursos naturales necesarios para su explotación se añade como segundo factor de producción el enorme capital humano requerido, doblegando al previsto para el vacuno de carne en extensivo. Es por ello que la explotación del toro de lidia sea económicamente deficitaria, aun gozando de numerosas subvenciones. No conviene esconder con un ejercicio de prestidigitación que la Fiesta Nacional nos cuesta en materia de subvenciones en torno a los 565 millones de euros aunando las ayudas de las distintas administraciones del Estado y la PAC. Según Isabel Bardají Azcárate, Catedrática de la ETS de Ingenieros Agrónomos de la Universidad Politécnica de Madrid, nos encontramos ante un mercado claramente distorsionado e intervenido, desde los precios o la protección al exterior, pasando por las ayudas directas por hectárea de cultivo o por cabeza de ganado. Todo ello al socaire de un sistema de compensaciones sustraído de las regulaciones de la Agenda 2000, a partir del cual comenzó a tejerse una maraña de primas y concesiones beneficiando notablemente a las explotaciones de vacuno de lidia por su carácter de extensivos y en ciclo cerrado. Con estos mimbres, resulta ser una evidencia palmaria que en base a lo estrictamente económico, desde el punto de vista liberal, el agua donde se cuece la Fiesta Nacional sea, cuanto menos, algo más que turbia y sucia.
Claro que la ignorancia no quita pecado; pero, aun contando con ella, ¿qué andamiaje le queda a la defensa de la tauromaquia? Pase que el ganadero se juegue los cuartos apostando a caballo perdedor en base a su propia libertad. Pase también que la PAC y las distintas Administraciones del Estado abran el grifo de las subvenciones para inundar los parterres y jardines de la socialdemocracia en un ejercicio de hipocresía y centralización obscena. De acuerdo, estamos acostumbrados y damos pulpo por animal de compañía. Podrá argüirse que se trata de una manifestación cultural de enorme raigambre, arte en estado puro y, además, una tradición que nos abandera Pirineos arriba. Lejos de querer banalizar la tauromaquia ni caer en trampas infantiles, huelga señalar que el famoso mingitorio de Duchamps está engalanado con los laureles de una de las obras del siglo. O sea, que arte termina siendo todo aquello que se bautice como arte. Acercándonos en esencia a la tauromaquia, los hay que defienden que el boxeo tiene una genética más artística que deportiva. ¿Dejamos el arte a la sublimidad o podemos pasar por la Pila Bautismal todo aquello cuanto queramos convertir en arte según nuestras impresiones subjetivas? Así, podría añadir que para mí, personalmente, arte puede ser la rectitud, la forma, la cadencia dolorosamente mecánica con la que Michael Johnson –conocido como la Locomotora de Waco por el parecido sobre el tartán– orillaba a sus adversarios en las curvas del cuatrocientos, destrozando de manera insultante las leyes de la física y la propia biomecánica. No cabe duda que es estético y emotivo. De igual el toreo. Nadie en su sano juicio podrá negar la grandeza estética del toreo, e incluso lo poético, como perfecta alegoría del enfrentamiento del hombre a la vida y la muerte en medio de un baile macabro. Eros y Tanatos. Guerra de símbolos. Contemplar la fiereza del toro embistiendo mientras se le escapa la vida gota a gota, la lucha hasta el último estertor, el cruce de miradas, los silencios que se cortan con navajas, convierten la faena en pura épica, coronada con el trágico triunfalismo de la derrota del animal –o del hombre, pues ambos luchan hasta el final: toreros heridos que vuelven al ruedo a finalizar la faena y toros agonizantes que matan toreros–. Contando con ello e incluso rebozándolo en la harina de lo majestuoso, ¿lo convierte necesariamente en Arte?
Otro de los puntos que hace tambalear la línea de flotación de la defensa del toro es su origen. Mucho se ha escrito acerca de la genealogía del toro de lidia actual. Se trata del descendiente más directo del uro, a partir del cual se buscarían distintas modificaciones fisiológicas y temperamentales a fin de convertirlo en un animal idóneo para las corridas de toros. La bravura y acometida natural, la musculatura híper desarrollada, las astas hacia adelante, son todas ellas características buscadas y encontradas. Se puede decir, por tanto, que fue creado a voluntad del hombre para tal fin. Pero, ¿está justificada la tortura del animal en el duelo a vida o muerte por una simple cuestión genética? ¿No nos acerca más a la involución que al refinamiento estético y moral? Es tanto como sostener que las peleas de dobermans debieran permitirse en tanto que es un animal buscado igualmente mediante distintos encastes y modificaciones a fin de acentuar su firmeza y agresividad. Y así, con todos los animales modificados habidos y por haber, pues a fin de cuenta somos los seres humanos quienes tenemos las tornas de alfarero que nos permiten correr una suerte de Dios, alterando la creación misma. Y es ahí, precisamente, alrededor de la creación divina, donde orbita una de las contradicciones más flagrantes e hirientes del mundo de la tauromaquia. Se podrá estar de acuerdo o no con la cuestión de la conservación de la dehesa, de igual que podremos agarrarnos a la razón de la propia génesis del toro bravo para justificar la Fiesta Nacional; pero es el hombre de fe quien menos razones debiera hallar para justificar las corridas de toros, pues sería caer en desconsideración con la relación entre la inmoralidad y el alejamiento de Dios. ¿No es acaso el animal fruto de la creación de Dios? Si la Biblia prohíbe poner bozal al buey que trilla, ¿qué se pensaría de la tortura en la plaza? ¿No enseñó Jesús la preocupación por los animales e incluso la reconciliación con los animales salvajes que representan el pecado? ¿No reza el Libro que "nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte"? No es casual que la Historia esté repleta de execraciones hacia el mundo del toreo. Sólo hay que hurgar un poco.
«En 1565, un concilio en Toledo para el remedio de los abusos del reino, declaró las funciones de toros “muy desagradables a Dios”, y en 1567, el Papa Pío V promulgó la bula De Salutis Gregis Dominici, pidiendo la abolición de las corridas en todos los reinos cristianos, amenazando con la excomunión a quienes las apoyara; En 1585, Sixto V volvió a remarcar la inmoralidad del toreo y su esencia anti-cristiana; Felipe V, por su parte, prohibió las llamadas “fiestas de los cuernos”; En 1778, mediante la Real Orden del 23 de marzo, el Conde de Aranda, ministro del gobierno ilustrado de Carlos III y presidente del Consejo de Castilla, estableció la prohibición de las corridas de toros de muerte en todo el reino; Años más tarde, en 1785, en base a la “pragmática-sanción en fuerza de ley” del 9 de noviembre de 1785, se prohibieron las ultimas excepciones para el toreo; En 1786, con el Decreto del 7 de septiembre de 1786 se consumó la total prohibición de todos los festejos, sin excepciones, incluidas las corridas concedidas con carácter temporal o perpetuo a cualquier organismo; En 1790, otra “Real Provisión de los señores del Consejo”, erradicaba no sólo la versión espectáculo de la recién inventada “corrida moderna”, sino cualquier celebración que tuviera al toro como víctima protagonista, en virtud de la cual se prohibía “por punto general el abuso de correr por las calles novillos y toros que llaman de cuerda, así de día como de noche”; En 1805, Carlos IV firmó el Real decreto de Carlos IV, con el que se producía la abolición de las corridas de toros en España y sus territorios de ultramar»
Con estas cartas sobre el tapete, cabría pensar que el retorno del toreo, más que la conservación de una tradición, es una involución, una manifestación residual y atávica de lo que otrora fuera mera fiesta popular ya barrida en su día. No es precisamente azaroso que su segundo alumbramiento tuviera lugar con Felipe VII, primero, y Felipe González, más tardíamente, haciendo el papel de matronas advenedizas. Mientras el Rey Felón se merendaba a La Pepa y encendía de nuevo la pólvora de la Inquisición, brindaba tardes de circo a sus corderitos muesos con la regeneración del toreo; de igual que fuera con Felipe González ya cómodamente apoltronado con quien se firmara el Real Decreto 145/1992 con el que se reglamentaba con todas las de la Ley el mundo de la tauromaquia. Y entre el uno y el otro, circo romano en estado puro, morfina para las heridas del tomate, aceite entre hierros. Para muestra, el botón de la edición del lunes 14 de febrero de 1898 de La Vanguardia. Silencio, se rueda: Nerón, un elefante de cinco toneladas, tímido sobre el ruedo como el niño pequeño que pisa un colegio nuevo, correteando por la plaza cándidamente en busca de las naranjas que le arrojan desde el tendido. Al tiempo, resuenan las pezuñas de Sombrerito pisando la arena con la fuerza del mar que golpea el rompiente. Pistoletazo de salida. Se inicia así la pelea entre el toro y el elefante encadenado que no hace otra cosa que huir mientras Sombrerito le embiste. La suerte está echada. Bestialismo desnudo, las entrañas del circo, el retorno a la caverna. Dado el éxito de afluencia, los organizadores piensan en idéntico enfrentamiento con un cocodrilo. Es lo que ocurre cuando se abre la veda al salvajismo. No obstante, el espectáculo no volvería a repetirse ya que al público, entre pitadas y abucheos, le pareció algo descafeinado, demasiado light. Hemeroteca pura y dura. Prueba manifiesta de cómo la sangre consuela al tonto. Por suerte, no es el mismo tipo de sadismo el que se persigue en la tauromaquia. Obvio es que nadie se sienta sobre el acolchado a contemplar el sufrimiento del toro, sino un enfrentamiento desigual en las formas, pero neutro en el fondo. Ambos se juegan la vida. La diferencia encuentra su fulcro en el hecho mismo de la racionalización del peligro. El torero se enfrenta heroicamente a la muerte de acuerdo a su libertad. No así el toro. Es ahí donde conviene abrir otro ruedo en el que batirse a lanzadas: el de la moral.
Todos los actores de la Fiesta, directos o indirectos, obran de acuerdo a su libertad: el ganadero, el mayoral, el veterinario, el empresario de la plaza, el ciudadano que abona la entrada, el torero, el picador, el banderillero, el mozo de espadas, el apoderado. Todos. En teoría no habría objeción posible que no estuviera basada en pura pasión ciega. Miles de personas ejerciendo su libertad. El problema de fondo, la masa mollar, el nudo gordiano se halla en el hecho mismo de la libertad. El pensador liberal y uno de los máximos defensores de la Libertad a lo largo de la Historia, Alexis de Tocqueville, llegó a la conclusión de que el enemigo más peligroso de la libertad no es el gobernante rapaz, sino la inmoralidad. De ahí que llegara a sentenciar que «nada es más fértil que el arte de ser libre, pero nada es más duro que el aprendizaje de la libertad» La pregunta sería en ese caso: ¿sabemos ejercer la libertad? Nadie pone en duda que aquel que roba rebasa el límite moral de la libertad. De igual manera cuesta imaginar que la tortura animal, en cualquiera de sus formas, quepa dentro de esa Libertad suprema, pues socaba la exigencia moral de la Libertad. La consecuencia más directa de esa erosión no es otra que el relativismo moral y, por ende, el todo vale.
Sin embargo, buscar en la prohibición de la Fiesta Nacional la solución no hace sino sobredimensionar el problema, pues dispara por igual a la moral de la libertad y a la libertad misma, ya que ambas han de ser indisolubles. Cabría señalar que puede ser inmoral, primitivo, atapuercuense si cabe, pero es una porción de esa sociedad libre la que ejerce su libertad a vivir con pasión una tradición de gran arraigo y que, como muchas otras tradiciones, sobrevive sin tener que rendir cuentas ni moral ni intelectualmente. Ya se sabe: las tradiciones pesan más que las razones. No obstante, parece de natura que el mundo del toreo irá derrumbándose poco a poco hasta desaparecer. Se trata de un atavismo convertido en estandarte y nicho de mercado para unas minorías que lo sostienen con pinzas, pues parece claro que la sociedad española no es taurina en su mayoría. No es demoscopia de cafetería. Los números lo avalan. Según una encuesta Gallup –aquellas que reducen al mínimo los niveles de parcialidad– publicada, entre otros, por la Universidad de Columbia, se pone en negro sobre blanco cómo la evolución histórica del interés por las corridas de toros ha pasado del 55% en 1971, al 31% en 2002. Dado que sólo el 0,2% no mostró ninguna opinión, se puede deducir el alto nivel de opinión formada sobre ese tema. Pero hay más. «Las diferencias entre hombres y mujeres respecto al interés en las corridas de toros es notable. El 34% de los hombres están interesados en el tema, mientras que entre las mujeres el porcentaje es del 28%. Respecto a la edad, las diferencias son también significativas. Son los mayores de 55 años los que se declaran más interesados (más del 44%), especialmente los mayores de 65 años, cuya proporción es del 51%. Este interés desciende claramente con la edad: son los menores de 24 años los menos interesados (17%). En general en todos los tramos de edad hasta los 55 años, ha descendido la afición a los toros desde 1999»
Es por ello que resulte falso que España sea un país gozosamente antitaurino, pero más aún que lo sea taurino. Yendo más lejos, cabría preguntar a muchos de esos que muestran interés sobre el papel, a cuántas plazas han asistido en los últimos tiempos o cuantas corridas siguieron por televisión. De igual cabría preguntar a muchos de los antitaurinos cuánto conocen el mundo del toro y en base a qué criterios forman su opinión. Un gran número de los que se decantan por un lado u otro de la balanza lo hacen por pura ideología, importándoles una aljofifa la tauromaquia o el sufrimiento animal, según la orilla que defiendan. En mi caso concreto, no podría calificarme de taurino, pero aún menos de antitaurino. Del uno huyo y al otro no llego. Es más, estaré a más distancia de los segundos que de los primeros precisamente por su autoritarismo. Por ello, el mayor enemigo del toreo no es el movimiento antitaurino, sino, quizás, la inmoralidad de los taurinos de raza que desligan la verdad moral de la libertad. Será pues el refinamiento estético y moral de las generaciones venideras los que consigan que el toreo caiga en mejor vida como la cáscara seca de un fruto. De esa manera, la libertad no se verá bloqueada por la autoridad alterando mediante la fuerza lo que de sí es una evolución natural, un proceso irreversible, un destino escrito en la tabula rasa del mañana: la muerte del toreo.
Todo lo demás es ladrar a la Luna. La costumbre por mera costumbre ni levanta ni refina los atributos distintivos del ser humano, llámese tortura por costumbre como la costumbre misma de prohibir. No es casualidad que en Estados Unidos no haya derramamiento de sangre en las corridas de toros mientras que en España seguimos el modelo mejicano. A lo oscuro por lo oscuro…