Las vi por última vez hace una semana; coincidí con ellas, paso a paso, durante todo un largo año: inmutables en las tardes de recogida de los lunes y miércoles, línea 6 del Metro de Madrid. Y me recordaban a la Tíamagda, por lo arregladas e impecables: el cabello peinado como si no fueran las nueve de la noche y sí las de la mañana, las blusas de vestir sin arrugas y el color del atuendo acomodado.
Los últimos meses esperaba ya encontrarme con ellas... Nunca me saludaron, aunque yo acoplé siempre mi paso al suyo al llegar al largo pasillo del cambio de línea: sabía que en la curva se pararían un momento, lo justo para que yo pudiera alcanzarlas y calcular así el tiempo que quedaba para llegar al siguiente tren. Porque nunca, ninguna semana de estos meses, dudé de su puntualidad serena y medida, la de la calma de quien ha convertido en rutina el fin de la jornada: las mismas personas, la misma hora y los mismos comentarios sobre -¡qué sé yo!- compañeros de trabajo y chismes varios.
No pude despedirme de ellas, aunque yo sabía que ese momento llegaría y ya no vería sus cabellos rubios de mayor ni me sorprendería por el tono rojo atrevido de una de ellas.
- Negre, deberías decirles adiós el último día que tengas que hacer ese viaje -me dijo mi amiga una mañana, entre carpetas y tizas de la sala de profesores.
- ¿Cómo iba a hacer yo eso? -pregunté, sorprendida: no me gusta hablar en público, no me gusta lo que no puedo controlar. No me gustan las sorpresas.
- Porque escribirás sobre ellas para retener el momento y no lo sabrán... -me respondió, serena como siempre.
La última tarde se cumplió hace hoy casi una semana. Era miércoles y lo que me llevaba, semana tras semana, a un barrio alejado de Madrid, llegaba a su fin; confiaba verlas, acomodar el paso silencioso de mis zapatillas de cuero al taconear firme de ellas y despedirme de cada una -pareja de compañeras, amigas al fin y al cabo, por lo que lunes a lunes pude observar- mentalmente. Pero no las vi y caminé sola por el pasillo, tomé la curva rodeada por desconocidos y las busqué en el asiento de piedra de la derecha, en el que las tres nos sentábamos a dejar pasar los cinco minutos de espera: ellas, hablando del día, yo, leyendo acompañada por ellas...